Prohibido celebrar las liberaciones en Jerusalén, si son de presos palestinos
La policía israelí reprime las manifestaciones de alegría por el regreso a casa de los excarcelados en el canje por rehenes, con amenazas a sus familiares: ni fuegos artificiales, ni reparto de dulces, ni concentraciones
A la familia de la palestina Amani Hashim, la policía le confiscó hasta una bandeja de dulces, pero está tan feliz de haber podido llevar al colegio a sus hijos por primera vez en siete años que lo cuenta como una anécdota más. Es el tiempo que pasó entre rejas hasta el pasado 24 de noviembre, cuando un funcionario de prisiones abrió su celda y le dijo: “Te vas a casa, tienes cinco minutos para prepararte”. Como las autoridades penitenciarias israelíes han endurecido las condiciones de los presos a raíz del ataque del 7 de octubre —retirándoles, por ejemplo, los aparatos electrónicos y el tiempo de televisión—, no sabía que los informativos abrían ese día con una noticia que le tocaba de lleno: Israel y Hamás se disponían a intercambiar rehenes y presos en el marco de un alto el fuego que se acabó extendiendo una semana, hasta venirse abajo este viernes.
“Se me empezaron a caer las lágrimas. Tanto que mis compañeras de celda me ayudaron a empaquetar. No deseo la cárcel ni a mis enemigos”, cuenta Hashim, que en 2016 se despidió con una publicación en Facebook antes de dirigirse al puesto de control militar israelí de Kalandia, entre Jerusalén y Ramala, y acelerar en dirección a un soldado. Le causó “lesiones corporales graves”, según figura en el listado del Ministerio de Justicia israelí de 300 menores y mujeres potencialmente excarcelables en el canje, de los que han salido dos tercios. El coche acabó lleno de balas, pero ella con vida para cumplir una sentencia de 10 años de prisión que ha acabado purgando tres antes de lo previsto.
Con 37 años, Hashim fue liberada el viernes junto a otras 23 mujeres y a 15 menores. Al llegar a su casa en Jerusalén Este, se encontró ―recuerda― con varias sorpresas: cuánto habían crecido sus hijos de 10 y 11 años (la epidemia de covid ya limitó las visitas carcelarias) y cuán enganchado está todo el mundo al móvil. También con que, mientras Israel celebraba el regreso de sus secuestrados (que toca una fibra sensible nacional), decenas de sus policías controlaban que nadie en el barrio pudiese lanzar fuegos artificiales, reunirse, poner música, dar discursos o repartir dulces. Es lo habitual en Palestina, que tiene en un pedestal a los que Israel denomina técnicamente “presos de seguridad”.
Hashim le quita importancia, con una sonrisa de oreja a oreja. “La celebración estaba en mi corazón, y nadie me podía quitar eso. Abrazar de nuevo a mi familia no se mide en el número de personas que celebran conmigo”, señala. Asegura que la policía separó a la gente y tardó en ver de nuevo a uno de sus hijos. Y que antes, además del documento de excarcelación, le hicieron firmar otro con las condiciones: prohibido hablar por un megáfono, prohibido exhibir banderas palestinas, prohibido repartir dulces. “Me dejaron claro que si lo hacía me volverían a arrestar a mí y a mi familia”, añade, antes de relatar que su padre le dijo a uno de los agentes: “No me puedes impedir comer knafe [un dulce típico de la zona] en mi casa”, y este le respondió: “Sí puedo, y lo verás”. Al final, la celebración familiar privada se limitó a las cuatro paredes, con el salón abarrotado a escondidas e intentando no alzar la voz. Fue, en sus propias palabras, un festejo “agridulce”, por los muertos en Gaza.
Su barrio, Beit Hanina, está a ocho kilómetros de la ciudad de Jerusalén. Tras tomarlo en la Guerra de los Seis Días de 1967, Israel lo incluyó en el término municipal, en una polémica decisión que triplicó sus dimensiones. En los años ochenta, se lo anexionó. Por eso, aquí manda hoy la policía israelí, que evita las imágenes de júbilo y los vivas a Hamás que han dejado las bienvenidas a los exreclusos en las zonas de Cisjordania bajo control administrativo y de seguridad de la Autoridad Nacional Palestina, como Ramala.
Tanto la policía como el servicio de prisiones dependen del Ministerio de Seguridad Pública, reconvertido en uno más amplio, de Seguridad Nacional, cuando el ultraderechista Itamar Ben Gvir lo exigió para entrar el pasado diciembre en el Gobierno de Benjamín Netanyahu. Ben Gvir ―amigo de medidas demagógicas y efectistas― se reunió la pasada semana, de cara al canje, con los responsables de los departamentos a su cargo. “Mis instrucciones son claras: que no haya expresiones de alegría. Las celebraciones de victoria dan apoyo a esa escoria humana, a esos nazis”, dijo, según informó su oficina. A la jefa de los servicios penitenciarios, Katy Perry, le ordenó acabar con cualquier intento de que los presos que sigan en las cárceles celebren el adiós de sus excompañeros. Y al de la policía, Kobi Shabtai, “mano de hierro” ante cualquier conato de fiesta o muestra de alegría, así como refuerzos policiales en los barrios adonde regresan los antiguos reclusos.
Un muro demasiado verde
Eyad Aawar se parte de risa al señalar a dónde llegó la “mano de hierro”. Cuenta que, antes de que llegasen a casa sus hijos adolescentes Qassam y Nasrala, la policía le obligó a cubrir de blanco unas pintadas en un muro exterior para anunciar (como es habitual en el mundo árabe) que un miembro de la familia ha peregrinado a La Meca. “Les molestaba que hubiese tanto verde”, asegura. Es el color tanto del islam como de la bandera de Hamás, el movimiento islamista que mató a unos 1.200 israelíes y secuestró a más de 200 el pasado 7 de octubre, lo que desencadenó la actual guerra. Bajo la pintura blanca se intuye la silueta de la Kaaba, la piedra que rodean los peregrinos en el lugar más sagrado para los musulmanes. También tuvo que retirar decoraciones antiguas que quedaban del Ramadán, hace medio año.
Qassam, de 18 años, y Nasrala, uno menor, fueron arrestados en julio de 2022 por lanzar un cóctel molotov contra un autobús de colonos. El primero recibió una pena de 26 meses en prisión; el segundo, de 30, por ello y por otros delitos, como apoyo al terrorismo o incitación a la violencia con base nacionalista, según figura en el listado del Ministerio de Justicia. Los dos se llaman como el histórico líder árabe que da nombre al brazo armado de Hamás y como el máximo dirigente de la milicia libanesa de Hezbolá, respectivamente. Justo los dos principales grupos armados que combaten estos días a Israel.
El padre fue a recogerlos a la ―estos días ultraprotegida― comisaría en el recinto ruso de Jerusalén oeste. “Un policía se sentó sobre la mesa y empezó a lanzarme todo tipo de amenazas. A decirme que no podíamos reunir gente, ni repartir dulces, ni sobre todo tirar fuegos artificiales. Que se encargaría de hundirme si lo hacíamos”.
Ya en Silwán (Jerusalén Este), los agentes se acercaron a la casa y les indicaron que no querían un solo festejo entre la puerta que da al edificio y la verja del recinto. “Insistieron en que solo permitirían entrar a los familiares más cercanos. Hasta un dron sobrevolaba para asegurarse de que no habría concentraciones de gente. Tomaron el barrio, hasta con tiradores, como si esto fuese Yenín o Gaza”, cuenta.
Hoy, los dos adolescentes liberados reciben los abrazos de familiares, vecinos y conocidos que no tuvieron aquel día. El salón de su casa en el barrio de Silwán es un no parar de gente que entra y sale. Nasrala, con un colgante de la Palestina histórica (las actuales Israel, Gaza, Cisjordania y su casa, Jerusalén Este), empezó a soñar con su liberación cuando los nuevos presos que llegaban en la oleada de arrestos posterior al 7 de octubre les contaban lo que ellos desconocían: que aquel día Hamás y la Yihad Islámica tomaron numerosos rehenes en Israel. Nunca supo que estaba en la lista de los 300 potenciales liberados (se acaba de enterar de que existe), pero el primer día del canje veía de repente desaparecer a varios reclusos de otras celdas. El 26 de noviembre, un guarda le dijo: “¡Hala, te vas a casa! ¡Pero como te vea en TikTok vas a recibir tu medicina!”.
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