Ellos (Westminster) y nosotros (los británicos)
La desafección política de una población desencantada tras años de escándalos y mentiras del Brexit y asfixiada por la austeridad y el coste de la vida es una de las herencias envenenadas que recibe Keir Starmer
En el Reino Unido he conocido gente que ni se acuerda de cuándo fue la última vez que votó. Peor aún, que no saben ni cómo se llama su primer ministro. No les interesa porque hace tiempo que decidieron tirar la toalla política. Se sienten ignorados por sus gobernantes y decepcionados con una clase política que en los últimos años no ha dejado de encadenar escándalos.
La baja participación en estas elecciones, en torno al 60%, es decir unos siete puntos porcentuales menos que en las anteriores y una de las cifras más bajas desde la II Guerra Mundial, es un síntoma más de la desafección ciudadana hacia un sistema y una clase política con la que no se sienten representados. “La batalla por la confianza es la batalla que define nuestra era”, ha dicho el líder laborista, Keir Starmer, nada más conocerse oficialmente su victoria a las cinco de la mañana.
Las mentiras de la campaña del Brexit, el partygate, el baile de sillas que incluyó a una primera ministra que duró menos de lo que tarda una lechuga en marchitarse —pero le dio tiempo a descalabrar la economía del país— y, en las últimas semanas, los políticos que apostaron sobre el día de las elecciones porque disponían de información privilegiada son solo algunos de los despropósitos que han abierto una herida muy profunda en la psique de los gobernados. Han pasado factura en forma de pérdida de confianza hacia los políticos y hacia las instituciones. Y esa factura la va a tener que pagar Keir Starmer.
La desfachatez política y los excesos de los gobernantes tories han corrido además en paralelo al evidente deterioro de las condiciones de vida de muchos británicos, pero sobre todo de los que menos tienen. La austeridad que impusieron Cameron y Osborne a partir de 2010 ha dejado los servicios públicos británicos tiritando. Las escuelas se caen a pedazos, las listas de espera en la sanidad pública —hasta hace no tanto considerada la joya de la corona británica— son ahora interminables, los ayuntamientos grandes y pequeños quiebran sin que nadie haga nada por impedirlo y en muchas pequeñas y medianas ciudades británicas lo único que florece de verdad son los bancos de alimentos.
Esa es la realidad con la que conviven muchos británicos que viven más allá de la frontera invisible que separa la capital, y el pudiente sur del país, del resto. El resultado es que la confianza en el Gobierno y en los políticos se ha desplomado hasta niveles nunca vistos en los últimos 50 años, según ha constatado la encuesta British Social Attitudes publicada el mes pasado por el National Centre for Social Research y que analiza el periodo parlamentario entre 2019 y 2024. El 45% de los consultados dijeron que “casi nunca” confían en que el Gobierno, sea de la formación política que sea, vaya a situar los intereses de la nación por delante de los de su propio partido. Esa cifra se dispara al 72% entre quienes atraviesan dificultades económicas. La encuesta refleja además que entre quienes votaron Brexit, la confianza subió tras el referéndum de la UE para volver a caer al ver que el nirvana que les prometieron no llegó. Se sienten engañados.
Los jóvenes aparecen en los estudios como abanderados de la legión de desencantados. La falta de oportunidades, la vivienda cada vez más inasequible y ahora también la guerra de Gaza y la falta de contundencia a la hora de exigir un alto el fuego por parte de la gran mayoría de los políticos británicos, incluido Starmer, han alienado a no pocos jóvenes.
Análisis recientes han corroborado además la relación entre la creciente desigualdad y la desconfianza hacia el sistema político y las instituciones. Incluido uno del Institute for Public Policy Research (IPPR) que alerta de que la participación electoral va por barrios. Es decir, votan más los que más tienen y menos los que menos tienen y esperan poco o nada de un sistema político que sienten que les ha dado la espalda. El ruido de sables que emana de Westminster se ha convertido para ellos en una musiquilla de fondo que ya ni escuchan. No les interesa.
La precariedad financiera del Reino Unido que hereda Starmer, endeudado y con escaso margen fiscal, implica que el nuevo primer ministro no dispondrá de recursos para dar respuesta, al menos de momento, a las necesidades acuciantes de buena parte de la población.
En ese río de desafección pesca con maestría el populismo, capaz de hacer ver que todos los políticos son iguales, menos ellos. Los líderes populistas han conseguido transmitir una supuesta autenticidad y son capaces de hacer sentir a los votantes que son uno más. Da igual que sea un ultrarrico como Donald Trump o un exeuroparlamentario como Nigel Farage. Funciona. Y esa es también parte de la herencia envenenada que recibe Starmer, al frente de un Gobierno de izquierdas y con una oposición conservadora autodestruida, que abre a la derecha del espectro político un amplio y valioso vacío a merced del populismo.
La desafección política de parte de la ciudadanía es uno de los grandes desafíos que Starmer deberá enfrentar a partir de hoy. Deberá recobrar la credibilidad de la clase política y ganarse los corazones descreídos y desencantados. El líder laborista es muy consciente, como dejó claro nada más comenzar su discurso inaugural esta mañana: “Tenemos que demostrar que la política puede ser una fuerza para el bien. Es el gran desafío de nuestra era”. Su estilo sobrio y su trayectoria profesional respetada pueden ayudarle. Las señales que ha emitido hasta el momento apuntan a un cambio de cultura política en la que no tendrán cabida los intereses personales de políticos que hacen fiestas regadas de alcohol en plena pandemia. Lo cierto es que parte de un nivel tan bajo que puede que lo tenga más fácil de lo que pudiera parecer.
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