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Dentro del cerebro de la OTAN: el laboratorio donde la Alianza escudriña su futuro

El mando de la Alianza dedicado a la transformación trata de predecir cómo serán las guerras del futuro desde Norfolk, la mayor base naval del mundo, que aloja algunos de los buques más potentes de EE UU

Portaaviones USS Gerald R. Ford
El portaaviones USS Gerald R. Ford llega a la base naval de Norfolk, en una imagen cedida por la Marina de Estados Unidos.U.S. Navy (Getty Images)
Macarena Vidal Liy

El portaaviones estadounidense Gerald Ford, el mayor de cualquier fuerza armada, impone aunque esté atracado en el muelle y sometido a una extensa puesta a punto. Este coloso, el primero de su tipo y de una eslora de 337 metros —es más largo que algunas calles—, es “el más capaz, el más adaptable y el más letal del mundo”, presume su portavoz, el capitán Adam Demeter. El primero de la clase más moderna de portaaviones nucleares de EE UU incorpora 23 nuevas tecnologías, entre ellas sistemas de radares duales. Otras, como sus lanzaderas electromagnéticas, le permiten poner en el aire un avión cada siete segundos.

Aun en sus días de reposo, el buque bulle de actividad. En la torre de mando se están practicando reparaciones. Salen varios ingenieros con portapapeles; entran grupos de marineros transportando cajas. Otros supervisan la cubierta, de 78 metros de ancho y capacidad para 75 cazas y bombarderos. Desde el fondo de sus bodegas hasta lo más alto del puente de mando hay 19 pisos, casi 41 metros de altura, con “todo lo que pueda hacer falta en una ciudad”, precisa Demeter, incluidos un hospital y cinco gimnasios.

La joya de la corona de la Marina de EE UU, que entró en servicio en 2017, acaba de regresar de su primera misión. Un viaje que los cerca de 4.250 tripulantes no olvidarán: pensado originalmente para seguir los acontecimientos de la guerra en Ucrania, acabó llevándole al Mediterráneo oriental para evitar que la guerra en Gaza pudiera extenderse a otras zonas de Oriente Próximo. La misión, en la que estuvo integrada durante algunas semanas la fragata española Álvaro de Bazán, se prorrogó varias veces. Tras 239 días más de lo previsto en alta mar, ha arribado hace poco de regreso a su base naval, la de Norfolk (Virginia), la mayor del mundo y la única habilitada en el planeta para que este gigante propulsado por dos reactores nucleares pueda repostar.

Si el Ford es símbolo del poderío de Estados Unidos y de la OTAN, en otro lugar de la base, a escaso medio kilómetro, un discreto edificio de ladrillo y cristal ante el que ondean las banderas de los 32 países miembros de la organización representa la mente de la Alianza. Allí, un millar de personas trabaja en predecir cómo serán las guerras del futuro. Es la sede del Mando Aliado para la Transformación (ACT, por sus siglas en inglés), el organismo de la OTAN encargado de analizar las tendencias que puedan marcar los próximos 20 años y anticiparse a ellas. La Alianza celebra esta semana con una cumbre en Washington su 75º aniversario.

Su misión es fundamental. Los conflictos del futuro irán mucho más allá de lo que han llegado hasta ahora las fuerzas convencionales de tierra, mar o aire. Las guerras del porvenir se librarán ―se libran ya― lejos de los campos de batalla tradicionales y fuera de la vista: más allá de la estratosfera, u ocultas en los terabytes del ciberespacio. Contra los sistemas de satélites, o interfiriendo en las redes de comunicaciones mediante ataques informáticos.

“Nuestra alianza defensiva encara una serie compleja de desafíos: regímenes autoritarios asertivos, el terrorismo, amenazas de cibermisiles, tecnologías disruptivas, el cambio climático, por nombrar solo unos pocos. Y como respuesta, la Alianza está llevando a cabo su mayor proceso de adaptación desde la Guerra Fría”, comenta el vicealmirante británico Tim Henry, comandante del Mando Conjunto Norfolk —el mando operativo de la OTAN para el norte del Atlántico y el Ártico—, también con sede en esta base naval.

El ACT se creó en 2003, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y para determinar cómo responder mejor a los desafíos del siglo XXI. Su organigrama pone el énfasis en la diversidad, “imprescindible para combatir los sesgos”, uno de los mayores peligros a la hora de identificar tendencias, según explica el jefe de la división de Previsión Estratégica de este mando, Gergely Németh.

La idea, puntualiza el vicealmirante estadounidense Jeff Hughes, jefe de Estado Mayor adjunto del ACT, es tratar de escrutar cómo será el futuro dentro de dos décadas y conectarlo con los acontecimientos del presente. “Los datos, la información, las tendencias, nos ayudan a tomar decisiones ahora para prepararnos para ese porvenir”, explica. Los informes de este mando contribuyen a: “Asegurarnos de que tenemos las capacidades y el conocimiento que necesitamos para triunfar”. Entre otros objetivos, enumera, la OTAN necesita “una transformación digital”, garantizar la “interoperabilidad” de sus distintos equipos y lo que la jerga militar denomina “dominios multioperacionales”, la actuación coordinada de las distintas áreas: tierra, mar, aire, espacio y ciberespacio.

La del ACT es una misión tan importante como complicada. “Determinar cómo serán las cosas de aquí a 20 años es casi imposible”, reconoce Németh, “pero hay que hacerlo; sin tener esa guía, es mucho más difícil determinar cómo serán otros futuros más cercanos”. Es una tarea tan compleja que no pueden “hacerlo solos”. “Tenemos que hablar con nuestros socios, con el mundo de la empresa, con académicos. Es una investigación colaborativa”, detalla el experto. Solo el año pasado desarrollaron nueve talleres, en los que participaron 800 analistas.

Su división ha identificado, asegura, 150 tendencias, que se pueden resumir en siete grandes conductores del futuro. Entre ellos, la degradación climática y la pérdida de biodiversidad, “la amenaza existencial más probable para la humanidad, que desatará cambios en actitudes y comportamientos de actores estatales y no estatales”, considera el responsable de Previsión Estratégica.

Las siete macrotendencias también incluyen la escasez de recursos, que desatará “mayor inestabilidad, competición y conflicto”; y “la transición a las energías verdes emerge como un pilar básico en el futuro de las relaciones internacionales y los asuntos nacionales”, considera Németh. Las tecnologías disruptivas, cuya convergencia “crea un efecto exponencial”, “darán nueva forma con una velocidad sin precedentes a Estados, sociedades y fuerzas armadas, así como la naturaleza de la competición y el modo de combatir en la guerra”.

A ello se suman “un orden internacional en transición”, una geoeconomía que alimenta la polarización, y el empoderamiento, gracias a la tecnología, de grupos que hasta ahora habían tenido dificultades para hacerse notar, incluidos “actores no estatales que desafían las capacidades del Estado”.

La séptima macrotendencia es la “competición por los espacios comunes”, que estos expertos prevén que se intensifique en los próximos años en áreas insuficientemente reguladas, desde el fondo marino ―”si pensamos en los recursos aún no explotados, buena parte se encuentra allí”, apostilla Németh― a los polos, pasando por la Luna o la atmósfera. En esta área, predicen los expertos del ACT, “el sector comercial conducirá y liderará la pelea, con tecnología, investigación y acciones autónomas”.

El de ACT es un trabajo fuera de los focos, pero fundamental. “Todo lo que ocurre en el mundo, no solo en una zona geográfica determinada, lo estudiamos y lo aprendemos… A medida que desarrollamos nuestras tácticas y procedimientos, hablamos a través del ACT con las naciones de la Alianza sobre los equipos que necesitaremos en el futuro, y cómo vamos a utilizarlos. Es un proceso en desarrollo”, comenta el vicealmirante Henry.

A pocos centenares de metros continúan los trabajos en el Gerald Ford. Es, hoy por hoy, el portaaviones más moderno del mundo y sus tecnologías parecen algo de ciencia ficción. Pero el trabajo del ACT puede hacer que, en 20 años, esas herramientas ―o el propio buque― hayan quedado obsoletas.

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Sobre la firma

Macarena Vidal Liy
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Previamente, trabajó en la corresponsalía del periódico en Asia, en la delegación de EFE en Pekín, cubriendo la Casa Blanca y en el Reino Unido. Siguió como enviada especial conflictos en Bosnia-Herzegovina y Oriente Medio. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid.
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