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Husam, vecino de Gaza: “Mi mensaje al mundo: ¡ayudadme a salir de aquí!”

EL PAÍS reconstruye el relato en primera persona de un empresario palestino que ha vuelto esta semana con su familia a su casa. Vive sin luz, sin agua, sin gas, sin electricidad y sin internet, en medio de una ciudad en ruinas

Guerra entre Israel y Gaza
Husam, con dos de sus hijos, en una parada del viaje desde Deir el Balah hasta ciudad de Gaza.
Antonio Jiménez Barca

Me llamo Husam. Tengo 54 años. Vivo en Gaza y esta semana he vuelto a mi casa.

Nos pusimos en marcha el martes 28 de enero, un día después de que el ejército israelí abriera el paso y permitiera a la población los movimientos en el interior de la franja de Gaza. Cientos de miles de personas comenzamos a desplazarnos desde el sur hacia el Norte. Nosotros emprendimos el viaje hacia casa, en Campamento Shati, en Ciudad de Gaza, sin saber si la casa hacia la que nos dirigíamos, la que dejamos poco después del 7 de octubre de 2023 y de que empezase la guerra, aún se mantenía en pie.

Alquilamos sitio en una furgoneta para mi madre, de 80 años, mi esposa, mis cinco hijos y yo y todas las maletas. También para mis primos y sus familias. Íbamos 18 personas dentro por 150 dólares. Nos trasladaron ocho kilómetros, desde el campamento de Deir el Balah donde llevábamos viviendo en una tienda de campaña desde hace casi un año, hasta la ciudad de Nuseirat. Uno de mis hijos viajó en el techo de la furgoneta, junto a los bolsos, las maletas y a los fardos, y grabó varios vídeos de lo que nos íbamos encontrando: edificios en ruinas y montañas de escombros. Los diez kilómetros que faltaban desde Nuseirat hasta Ciudad de Gaza los hicimos a pie, cargados con todo lo que podíamos llevar. Ir en camión o en furgoneta era desde ahí mucho más caro: 2.000 dólares, algo inalcanzable para nosotros, que nos hemos quedado sin ahorros, que casi no tenemos nada.

La familia de Husam, de espaldas, se montaba en la furgoneta que les llevaría hasta Nuseirat.

Avanzábamos a trechos por el camino de la playa. Parábamos cada diez minutos para que mi madre pudiera descansar. Bebíamos un poco de agua, comíamos alguna galleta, nos intercambiábamos mis hijos y yo las maletas más pesadas, y seguíamos. Y así otros diez minutos. Íbamos rodeados de una auténtica multitud: miles y miles de personas, todos por la carretera de la playa, rumbo a Ciudad de Gaza. Había quienes renunciaban a llevar los bolsos o las maletas porque no podían más con el peso y los dejaban en el borde del camino, hartos de cargarlos. También vi personas mayores solas que no podían seguir y se sentaban en la cuneta y ahí se quedaban sin que nadie se preocupara de ellas. Todo era triste. Era como estar en el fin del mundo.

Soy ―o era― empresario, importaba ropa. Viví varios años en España, donde estudié Empresariales en Madrid. Mi esposa Suhaila también regentaba su propio negocio de comida y postres. Mi hijo mayor, Gazhy, de 24 años, es licenciado; el segundo, Hazem, de 22, estudiaba tercero de Administración de empresas; mi hija mayor, Hala, de 18, acababa de entrar en la universidad y mis dos hijos pequeños, Mohamed y Youssef, de 14 y 12 años respectivamente, iban al colegio. Todo saltó por los aires ese 7 de octubre de 2023. Con la guerra, como ya dije, dejamos la casa a la carrera apresuradamente, sin tiempo para pensar, después de que una bomba estallara en un edificio cercano. Durante meses anduvimos de acá para allá. Acabamos en el campamento de refugiados de Deir el Balah, en el centro de Gaza, donde hemos vivido en una tienda de campaña, en la misma playa. No teníamos nada: cocinábamos en un fuego hecho con la madera que encontrábamos. Todo esto ya lo conté para este periódico en julio.

Durante este tiempo he perdido la esperanza muchas veces. Me he encontrado agotado, harto de llevar una vida primitiva. Harto del caos. Cansado primero del calor y de las infecciones en la piel por el sol, y luego cansado del frío. Porque hace mucho frío en la tienda de campaña estos meses de invierno. Ha faltado comida porque entraba poca ayuda humanitaria. Y a veces, los ladrones locales robaban en los camiones de la poca ayuda que entraba. Los bombardeos eran continuos. Todos conocemos a alguien cercano, un amigo, un familiar o un vecino que ha muerto en esta guerra. Cada día rogábamos para que se acabara ese infierno. Estaba harto también de no saber qué iba a ser de nosotros. De no saber qué iba a ser de mis hijos. A veces sentía que simplemente esperaba turno para morir. Un día en que estábamos mi hijo Mohamed y yo solos en la orilla del mar; él, de repente, me dijo: “Papá, no tengo miedo de los aviones ni de las bombas: solo tengo miedo de perderte”. Yo no pude hablar, no supe responderle. Me pregunté por qué decía eso en ese momento, qué sentía, qué pensaba. Me sentí impotente y simplemente le abracé fuerte y en silencio. Uno de los aspectos positivos de esta guerra ―tal vez el único― es que siempre estamos juntos.

El día en que se anunció el alto el fuego, el 15 de enero, mi hija Hala recibió un balazo en el estómago. Resultó herida por un loco disparo al aire lanzado para celebrar el acuerdo. A eso me refiero cuando digo que el caos nos rodea a todas horas. Tuvimos que llevar a Hala urgentemente al hospital para sacarle la bala. No hubo complicaciones y el médico nos prometió que se recuperaría. Lo está haciendo.

Husam y su hijo mayor caminan en dirección a Gaza.

Salimos el martes a las nueve de la mañana, rumbo a nuestro barrio. Llegamos a las cinco de la tarde. Fue difícil, con mi madre anciana y mi hija herida. Pero para nuestra sorpresa y nuestra alegría, la casa, un piso en la tercera planta de un edificio, se mantenía en pie. Hay daños en el edificio, agujeros de bombazos en la fachada, pero se mantiene en pie. No hay ventanas, pero solo buscábamos unas paredes entre las que meternos. Después de casi 15 meses, volvíamos a casa. Otros no han tenido tanta suerte. Hay muchos vecinos que han encontrado su edificio hecho un montón de escombros. Eso es lo único que veo desde la ventana de mi habitación, en lo que se ha convertido el edificio de enfrente. Algunos amigos que han encontrado su casa destruida han decidido regresar a Deir el Balah, al campamento de la playa, a la tienda de campaña. Al menos allí tienen eso.

Subimos a la casa. Vimos al momento que los ladrones la habían desvalijado varias veces. El ejército de Israel nos echó de aquí y los asaltadores de casas han terminado la faena. Se han llevado todo lo de valor que dejamos: una cadena de oro que me regaló hace mucho mi madre y que yo, con las prisas de tener que irnos porque nos bombardeaban, olvidé en un cajón. También se han llevado un ordenador, el televisor, más cosas, no sé ahora. Todo está lleno de polvo, de escombros, pero por lo menos es nuestra casa.

Los vecinos van volviendo también. No todos: algunos han muerto. Uno vuelve al barrio, a su casa, pero esto ya no es una ciudad. No hay luz, ni agua, ni gas, ni electricidad, ni internet. Mi madre, exhausta del viaje, lleva durmiendo varios días. Para conseguir agua, mis hijos tienen que ir lejos, con un cubo o un balde, llenarlos y volver. Por la noche, no hay forma de alumbrarnos. Ni siquiera he podido comprar velas o linternas. Afuera, la ciudad se oscurece completamente. Es algo peligroso andar a esas horas. Solo unas pocas casas tienen energía gracias a placas solares. La vida primitiva de la que ya hablé, nos ha perseguido hasta aquí.

Los vecinos tratamos de ayudarnos, pero en la calle se reproducen las peleas. La gente está nerviosa, alterada, muy cansada. Es normal cuando no hay luz, ni agua, ni comida, ni electricidad, ni dinero, ni trabajo. Tampoco hay colegios, ni hospitales, ni universidades, ni bancos. No queda nada. Dicen que hay muchos camiones de ayuda humanitaria esperando en la frontera para entrar. Yo solo puedo reírme al oír eso porque aquí no se ve nada.

Por la mañana tardo 15 minutos en encontrar un sitio para comprar comida o pan. Hago el camino andando, acompañado de mis hijos. Nos cruzamos con personas que, como nosotros, deambulan de aquí para allá en busca de algo que comprar para comer, o agua o cualquier otra cosa. O que sacan escombros de sus casas. Veo farolas tumbadas, basura tirada, muy pocos coches, un tipo en bicicleta cargado con una caja, dos hombres que llevan entre los dos un bidón enorme de agua. La ciudad entera está en ruinas. No sabemos cuándo volverá la luz. Ni siquiera sabemos si alguien se está ocupando de arreglar las conexiones para que la luz vuelva algún día. No sabemos nada de nada. Nadie sabe nada.

Mucha gente, aquí en Ciudad de Gaza y también durante el viaje del martes, decía que están de acuerdo con Donald Trump, que lo mejor es que nos saquen a todos de aquí, pero no a Jordania o a Egipto, sino a cualquier otro sitio del mundo. El ejército de Israel no solo ha matado a mucha gente (más de 47.000 personas), sino también cualquier esperanza de llevar una vida normal. Si tuviera que enviar un mensaje, sería este: ayudadme a salir de aquí.

Edificio de ciudad de Gaza donde reside Husam.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.
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