Kamala Harris: la candidata que rompe techos de cristal y rechaza hablar de ellos
La que podría ser la primera mujer negra presidenta de EE UU sostiene que los votantes no eligen “por género o color”, sino por “el plan del candidato para resolver sus problemas”
“Cuando me elijan, llegaré al Despacho Oval con una lista de tareas llena de prioridades con lo que haré por el pueblo estadounidense”, prometía esta semana la vicepresidenta Kamala Harris en la Elipse, la gran explanada ante la Casa Blanca. Tras ella, toda una fila de banderas estadounidenses y, sobre todo, la residencia presidencial iluminada. Ante ella, 75.000 personas -según su campaña- rebasaban el aforo del recinto y se desparramaban por el césped de los parques adyacentes. La imagen era, según esperaba la candidata demócrata, un anticipo de lo que podría ocurrir tras las elecciones del próximo martes: la primera mujer, y la segunda persona negra, presidenta de Estados Unidos en un discurso a la nación.
En las dos últimas semanas de cierre de campaña, la candidata demócrata ha comparecido en sus múltiples mítines rodeada de estrellas, a cual más célebre. Desde los Tigres del Norte y Maná, a Bruce Springsteen. Pasando por Beyoncé. Todo ello para transmitir un mensaje de optimismo y de poderío en las urnas sobre la defensa de la democracia y los derechos -especialmente al aborto-, cuando las encuestas apuntan a un tozudo empate entre ella y Trump.
Lo que no han hecho ni ella, ni su partido, ha sido enfatizar en ningún momento ese carácter histórico de su carrera. “Está ahí porque es la mejor candidata posible para el puesto y punto. El hecho de que sea una mujer es solo la guinda del pastel”, zanjaba en agosto la expresidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi, en una charla con periodistas durante la convención demócrata en Chicago. La propia Harris se ha mostrado molesta, en ocasiones, cuando se le ha preguntado sobre el asunto: “siguiente pregunta”, respondía en agosto, en su primera entrevista televisada tras asumir la candidatura, acerca de su identidad como mujer negra que Trump había puesto en duda días antes. Su intención, asegura, es demostrar que quiere gobernar para todos, no solo para una parte del electorado.
En parte, se debe a la consideración de que no hace falta subrayar lo evidente. Se han aprendido lecciones tras la derrota en 2016 de Hillary Clinton, que durante su campaña, bajo el lema “estoy con ella”, prometió romper “el techo de cristal más duro” y fracasó. Pero también es cuestión de personalidad: durante su primera época como vicepresidenta quiso evitar que se le adjudicaran carteras relacionadas con el género, para no encasillarse. Y es cuestión de no dar argumentos a un Partido Republicano que ha tratado de dibujarla como una candidata seleccionada no por sus cualidades, sino para cumplir con cuotas de género y representación de minorías.
“Mi experiencia es que está claro que con independencia del género (del candidato o candidata), los votantes quieren tener seguro que en la Presidencia habrá alguien que tiene un plan para reducir costes, un plan para garantizar la seguridad de EE UU en el contexto de nuestra posición en el mundo”, declaraba Harris recientemente en una entrevista para la NBC. “Claramente yo soy una mujer. Pero la cosa es que a la mayoría de la gente lo que le preocupa es saber si estás cualificada para el puesto y si tienes un plan que resuelva sus problemas”.
Tras su reticencia a explotar el carácter histórico de su candidatura también hay un cuidado por no enajenarse a parte del voto masculino, donde entre grupos como los varones afroamericanos —que tradicionalmente han apoyado por gran mayoría a los demócratas— puede ser más difícil aceptar la idea de tener como líder a una mujer.
En Estados Unidos “sigue habiendo un pequeño, pero no insignificante, número de estadounidenses que siguen creyendo que los hombres son mejores candidatos políticos que las mujeres”, apuntaba en una charla con periodistas extranjeros la profesora Diana O’Brien, de la Universidad Washington en St. Louis y experta en la representación política femenina.
El propio expresidente Barack Obama, al hacer campaña por Harris, instaba a los varones afroamericanos a apoyar a la vicepresidenta, entre indicios en las encuestas de que el respaldo de este grupo electoral a la fórmula demócrata es menor que en elecciones anteriores, mientras aumenta la simpatía por Trump.
“Parte de mí se teme que simplemente no les hace gracia la idea de tener a una mujer como presidenta, y alegan otras alternativas y razones para justificarlo”, apelaba el primer jefe de Estado negro en EE UU, en un discurso en Pittsburgh (Pensilvania).
El propio Trump ha tratado de sugerir que Harris sería una líder débil en el escenario global simplemente por el hecho de ser mujer. “Hay votantes que no respaldarán a Harris por una cuestión de género. Trump ha intentado hacer del género un problema, expresando la opinión de que los líderes mundiales no la tomarían en serio como presidenta. Harris ha respondido evitando hablar sobre cómo su triunfo supondría un acontecimiento histórico”, señala Katherine Tate, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Brown.
Pero, aunque evita incidir en su género, sí lo hace, y profusamente, sobre las prioridades para las votantes, muy especialmente el derecho al aborto: para las más jóvenes, el gran factor electoral. Harris hace constantes referencias a la cuestión en sus actos de campaña y ha convocado mítines enteros dedicados al asunto, como el que celebraba en Houston hace 10 días acompañada de Beyoncé. En las entrevistas, donde en ocasiones puede responder con lo que algún periodista ha tildado de “ensalada de palabras”, es con diferencia el terreno en el que se encuentra más segura.
Las mujeres se han volcado con ella: todas las encuestas apuntan a que el voto femenino, que históricamente se ha inclinado hacia los demócratas, está más escorado que nunca en estas elecciones a favor de Harris. Si en 2022 el 55% de las mujeres la apoyó, ahora la diferencia con respecto a los varones está entre 14 y 30 puntos. La brecha de género es especialmente drástica entre los menores de 30 años: el estadístico John Zogby calcula que entre este grupo la diferencia entre mujeres y varones que apoyan a Harris es de 60 puntos porcentuales.
“Ella es apreciada por las mujeres, sobre todo las mujeres jóvenes”, apunta este experto. “De hecho, desde muchos puntos de vista, al contar con una procedencia multirracial y multiétnica representa a buena parte de la generación milenial y Z, que son las de mayor proporción de procedencia multiétnica de todos los grupos de votantes en EE UU”.
Hoy por hoy, las encuestas apuntan a un tozudo empate entre Harris y Trump, que a todas luces quedará decidido por unos puñados de votos en los siete Estados bisagra: Pensilvania, Míchigan, Wisconsin, Nevada, Arizona, Georgia y Carolina del Norte.
Es algo que habría parecido casi impensable horas antes del domingo 23 de julio, cuando cundía la desesperanza entre los simpatizantes demócratas. El presidente Joe Biden se aferraba a la candidatura pese a las presiones de su partido y tras haber dejado una pésima impresión en su catastrófico debate contra el republicano Donald Trump. Las encuestas pronosticaban una hecatombe en las elecciones de noviembre. Se estaban secando las donaciones.
La vicepresidenta, ávida cocinera, acababa de desayunar junto a su familia en su residencia oficial, en el Observatorio Naval de Washington, y se disponía a completar un puzle con sus sobrinas. Sonó el teléfono. Era Biden. El presidente quería adelantarle que se disponía a anunciar su renuncia a la reelección e iba a apoyarla a ella como su reemplazo. Era un paso sin precedentes en la historia de EE UU. La candidatura demócrata quedaba en manos de Harris, a apenas tres meses de la cita con las urnas.
Su primera reacción, ha contado posteriormente, fue pensar en el propio Biden, y preguntarle si estaba seguro de lo que hacía. Y después, llamar a su asesor espiritual, el pastor baptista Amos Brown, en San Francisco. “Instintivamente, entendí la gravedad de ese momento, la seriedad del momento. No preví ni sabía exactamente cómo transcurriría ese día”, explicaba el mes pasado en la cadena CNN esta antigua fiscal general californiana de 60 años, hija de padre jamaicano y de madre india.
El relevo supuso un revulsivo mayúsculo para una campaña demócrata que, hasta entonces, había tenido problemas para movilizar siquiera a sus propios fieles, plagada por el escepticismo sobre la idoneidad física y mental de su candidato y, en el caso de los grupos progresistas, sobre la posición del Gobierno en torno a la guerra en Gaza. De repente, se pasaba de dar por segura una escabechina electoral a ver que había partido.
La vicepresidenta que durante tres años había pasado casi desapercibida en su cargo se transformaba, casi de la noche a la mañana, en una formidable fuerza política que atraía multitudes a sus mítines, recaudaba cientos de millones de dólares, remontaba en las encuestas y llegaba a situarse por delante de Trump. En la convención del Partido Demócrata en Chicago en agosto aceptó la candidatura ante un público fervoroso. Su mejor momento llegaba con el único debate contra su rival, cuando consiguió que entrara al trapo al burlarse del tamaño de las multitudes que asisten a los actos electorales del expresidente y su disposición a marcharse antes de que concluyan.
Pero tras el entusiasmo levantado en las primeras seis semanas de su campaña, la carrera ha entrado en un impasse en el que ningún comentario, ningún acto electoral, parece mover el empate. Cualquier resultado parece posible.
Tanto Harris como Trump tienen previsto completar una intensa gira por los siete Estados. La vicepresidenta concluirá la suya en Filadelfia este lunes, cuando busca darse un nuevo baño de masas como mensaje final de su campaña.
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