Cumbia, un hogar para los sin nombre de Monterrey
EL PAÍS recorre los lugares y los personajes clave en la historia contracultural de la música caribeña en la ciudad industrial mexicana, escenario de la película ‘Ya no estoy aquí’, prenominada a los Óscar
Como el queso azul o el LSD, la cumbia rebajada nació por accidente. A principios de los noventa, Gabriel Dueñez estaba poniendo discos en una fiesta de su barrio. Después de unas cuantas horas pinchando, la música empezó a sonar más lenta. “Al principio creíamos que era por la electricidad”, recuerda Dueñez en la azotea de su casa, levantando la cabeza hacia el lugar donde empezó todo: la cima del cerro de la Independencia, una de las colonias más antiguas y bravas de Monterrey.
Dueñez señala con el dedo un árbol, el único resto verde que queda del cerro. Todo a su alrededor es un amasijo apretado de casitas informales de cemento y chapa, levantadas a mano por los propios vecinos. En aquellas fiestas, conocidas como sonideras, era normal tirar cable hasta encontrar una casa que tuviera corriente eléctrica, y los altavoces se colocaban en los árboles o en los tejados para que el sonido corriera por el barrio ladera abajo como una avalancha.
En la fiesta de Sonido Dueñez la música no falló de todas maneras por un problema eléctrico, sino por la erosión. Como los alimentos que pasan demasiado tiempo fuera del frigorífico hasta que cambian de sabor y propiedades, el motor gastado por tanto uso del viejo tocadiscos transformó la alegre cumbia colombiana en una letanía grave y espesa.
“Sonaba guango, bien lento, pero la gente siguió bailando”, recuerda el sonidero. Entre que el público no se quejaba y que en ese momento no pudo arreglarlo, aquel sonido guango continuó expandiéndose para convertirse en la bandera de la cumbia del cerro, siempre rodeada de estigmas y de mitos: “Los riquillos dicen que es música de mariguanos”. “Viene bien para no caerte bailando cuando estás muy pedo”. “Es para que se escuche mejor la letra”. “Es para que dure más la canción, para esconderte en la rebajada y que ese instante no se acabe nunca”.
Esa última explicación, la de quedarse a vivir en la cumbia, es la que le cuenta Ulises a una prostituta en un bar en Nueva York. Ulises es el protagonista de Ya no estoy aquí (2019), la última sensación del cine independiente mexicano, rescatada el año pasado por Netflix y aupada a las prenominaciones a los Óscar.
Atravesada por la singular pasión por la música colombiana en los barrios más pobres de Monterrey, la película se concentra en las aventuras de una pandilla de adolescentes liderada por Ulises, quien se verá empujado a abandonar su ciudad en un particular viaje heroico. La trama está ambientada a finales de los 2000 con los dos ganchos de la época: el pico de violencia del narcotráfico y la llamativa estética de las pandillas de entonces, conocidos como colombias o cholombianos.
Dos episodios de un fenómeno mexicano más amplio. Una historia que empieza con los flujos de migración interior rumbo al norte industrializado desde mediados del siglo pasado. Sigue con Ciudad de México como nodo discográfico para los ritmos afrocaribeños —desde el danzón al mambo— y la explosión de los sonideros, esas discotecas ambulantes primas hermanas de los sound-system de Jamaica. Continúa con el desarraigo y la exclusión migrante en una de las ciudades más ricas y blancas de México. Y atraviesa también la emergencia de las pandillas como refugio identitario en ambos lados de la frontera, así como el agujero de la violencia.
La Colombia chiquita
Gabriel Dueñez (73 años) y Daniel García (21), el Ulises de Ya no estoy aquí, se acaban de conocer en un encuentro propiciado por este diario un miércoles de finales de febrero. El veterano y el nuevo ídolo de la cumbia regia han pasado toda la mañana poniendo discos colombianos en la casa del sonidero. Suena La piragua, una cumbia de 1969, y García abre los brazos y baila dando vueltas en círculos sobre la punta de sus pies. “Me podría quedar todo el día aquí. Esto es como un museo”, dice el actor ante la colección de más 10.000 vinilos de Dueñez, apretados en un salón diminuto, entre un armario y cajas que llegan hasta la cocina y el dormitorio.
Considerada en su propio país una música de campesinos, negros y pobres, el aterrizaje de la cumbia en México siguió las mismas coordenadas. Los migrantes internos mexicanos de los Estados rurales, mestizos y pobres abrazaron la cumbia colombiana a su llegada a Monterrey, el polo industrial del país, para trabajar en las grandes fábricas. Frente a la tradición de la música ranchera y blanca de la nueva ciudad, los recién llegados se apropiaron de una música que se había expandido por Latinoamérica, precisamente, con el cine de oro mexicano, hasta incorporarla como una forma de identidad ante el desamparo en la nueva tierra.
Dueñez y García comparten desarraigo. El cerro de la Independencia, donde ahora escuchan clásicos cumbieros como Lisandro Meza o Andrés Landero, era conocido como San Luisito porque los primeros vecinos que llegaron en aluvión fueron sobre todo migrantes de San Luis Potosí. De allí son los abuelos del actor García. Mientras que el sonidero Dueñez llegó de Zacatecas con 11 años, acompañando a su familia para trabajar en una fundición.
Los dos heredaron el gusto por la cumbia. García creció con los instrumentos de su padre, también músico. Cuando el equipo de casting lo seleccionó entre una decena de adolescentes de las barriadas de la periferia, el futuro Ulises estaba tocando la percusión en una banda llamada Fuerza Cumbiera. A Dueñez también se lo pegaron los padres y los vecinos del barrio: “La raza aquí en la colonia es bien conocedora. No por nada nos llaman la Colombia chiquita”.
Después de guardar el último disco, los dos bajan caminando del cerro por el puente del Papa, que conecta la montaña con la ciudad. El puente es un símbolo de la segregación urbana. De un lado la Colombia chiquita y las casitas de hormigón de los migrantes, del otro un centro comercial de espejo y el consulado de EE UU. El puente es también una de las localizaciones de Ya no estoy aquí. En una escena, la banda de Ulises baja de la montaña para comprar música:
—¿Qué onda, vatos? Bienvenidos al imperio de la música colombiana, carnal— les recibe el vendedor ambulante.
El mercado de pulgas de la película es una recreación del que durante décadas estuvo fijo sobre el puente y en las orillas del río, abasteciendo de música colombiana a la ciudad. Muchas veces copias pirata o recopilatorios grabados por los propios sonideros, que compraban sus joyas originales en Ciudad de México o se las enviaban familiares migrantes desde Texas, otro nodo de la industria discográfica que facilitó la transmisión de ritmos colombianos.
Doña Juanita, la esposa de Dueñez, recuerda que a principios de los setenta el puente aún era de madera y se movía con el viento. “Estábamos muy huerquillas y no nos atrevíamos a cruzar”. Ya en los noventa, Doña Juanita acompañaba por las mañanas a su esposo cargada con cajas llenas de cintas de casete. Era cumbia rebajada que el propio Dueñez había grabado con su equipo después de conocer el truco para ralentizarlas: raspar a mano el motor de la máquina. En el puente se quedaba ella a vender. Su marido cruzaba a la ciudad a trabajar en la fundición.
En 2010, el Huracán Alex se llevó definitivamente el mercado ambulante. “No nos dejó más que pura piedra”, recuerda Dueñez mirando el cauce seco del río. La montaña y el río. La geografía básica de Monterrey, que nació en un valle, es otro enganche con la devoción colombiana en la ciudad. En las portadas de los discos y en las letras de las cumbias tradicionales son una constante las referencias al río Magdalena o a la sierra de San Jacinto, el paisaje del interior del caribe colombiano. En el ensayo de referencia La cumbia como matriz sonora de Latinoamérica, el antropólogo Darío Blanco analiza esta acumulación de guiños: “Se fue generando un capital cultural en torno a esta música. A los regiomontanos estas imágenes de Colombia donde salen constantemente montañas y ríos los llevan a asociarlo con su propio espacio geográfico y paisaje de la ciudad”.
Colombias contra vaqueros
Monterrey es considerada por los historiadores como una de las sociedades industriales más antiguas de América. En el siglo XIX, Porfirio Díaz facilitó la llegada de italianos, alemanes e irlandeses, muchos de ellos comerciantes o pequeños empresarios, al norte de México para contrarrestar el expansionismo estadounidense, conformando una elite empresarial de herencia europea que se prolonga hasta hoy.
Considerado también un termómetro económico de México, los procesos de desindustrialización y liberalización de finales de los ochenta golpearon con fuerza a Monterrey. El municipio de San Pedro Garza registra la renta per cápita más alta del país, mientras a apenas una hora en coche existen comunidades rurales con la mitad de la población sumida en la pobreza y graves carencias en los servicios básicos de agua y luz.
Antes de convertirse en un emporio industrial, Monterrey fue una sociedad ganadera, dedicada al pastoreo. De ahí nace la figura del ranchero, paradigma estético de la ciudad, y por extensión de todo el territorio norteño. Botas, sombrero, camioneta como sustituto del caballo y música ranchera. Frente al canon del vaquero, la construcción identitaria de los jóvenes de clase baja en las dos orillas de la frontera fue radicalizándose. En los ochenta nacen las pandillas juveniles, con los cholos californianos, hijos de migrantes mexicanos, como hito de la identidad fronteriza. La estética chola, derivada del hip hop, se irá transformando hacia una derivada sui generis en Monterrey: los colombias.
¿Qué son los colombias? Todo lo que no sean vaqueros. Según el antropólogo Blanco, “los jóvenes populares regiomontanos se hacen colombias para no ser vaqueros, para distinguirse de lo que encarna y representa todas la características de extrañeza y desconfianza. (...) Los otros para los colombias son los que te miran por encima, los que no te dejan entrar a sus lugares, te discriminan, te dicen cholo, la gente que tiene dinero, poder, buen coche”. O en palabras del sociólogo Pierre Bourdieu: “No existe una práctica más clasificadora, más distintiva, un signo de pertenencia más clara a la burguesía que la música”.
El ritmo de los grilletes
Para intentar explicar los arcanos de la cumbia, Toy Selectah se levanta de la silla y avanza unos pasos por su estudio arrastrando los pies como si los llevara esposados con grilletes. “Esa es la cadencia rítmica de la cumbia, el sonido de los esclavos caminando”, cuenta en referencia al sonido arrastrado del guaché, ese cilindro metálico con estrías que se raspa para lograr el efecto circular e hipnótico que define al género. La cumbia nace primero como un baile y desde su etimología remite a las danzas rituales africanas.
Selectah, nombre civil Antonio Hernández, 45 años, es uno de los productores mexicanos más internacionales y uno de los primeros en incluir samples de cumbia para su grupo de hip hop de los noventa. “La cumbia tiene un pedo cuántico. No por nada, San Basilio de Palenque es el primer pueblo de esclavos libres de Latinoamérica”, añade en relación a la hazaña de los cimarrones en la zona serrana del interior del Caribe, el territorio fundacional de la cumbia. No es el primero en relacionar la carga histórica y simbólica del género. Carlos Vives, el popular músico colombiano, definió a la cumbia como una especie de blues latinoamericano “por su poderoso espíritu generador de corrientes musicales”.
La cumbia es un migrante latinoamericano. Hay cumbia en Argentina, en Perú, en Chile, en Ecuador. Todas adaptadas a sus países de destino pero siempre vibrando en mundos de exclusión y pobreza. Una resonancia política que cautivó incluso a Joe Strummer, fundador de The Clash, obsesionado desde los noventa con Andrés Landero, apodado también el hijo del pueblo, el rey de acordeón.
“La virgen de Guadalupe podría tener una acordeón. Una figura con un acordeón es una figura de poder”, resume Selectah sobre el simbolismo popular del instrumento en Latinoamérica. Además de productor y dj, Selectah es también un explorador musical, una especie de David Byrne o, como él prefiere compararse, un Rick Rubin a la mexicana, en referencia el heterodoxo productor que juntó a Run-DMC con Aerosmith, siempre con una pata en el rock y otra en el rap, en la calle y en el mainstream. Con esa misma filosofía, Selectah facturó en 2001 el mayor éxito de la cumbia regiomontana: Cumbia sobre el río. Nominada a los Grammy latinos, más de un millón de copias vendidas, y uno de los vídeos estrella de MTV en una época en la que el mercado anglosajón tenía las puertas abiertas a lo que se conocía como World Music.
El autor de la canción es Celso Piña, bedel en un hospital antes de convertirse en el rebelde del acordeón. Un vecino del cerro de la Campana, reverenciado antes incluso de haber puesto la cumbia de Monterrey en el mapa global gracias a aquella batidora de ritmos dub, hip hop y otras bases electrónicas. Piña falleció hace dos años y su casa, una de tantas en el cerro, ha sido acondicionada como museo. En la puerta hay un altar y en la pared una letra de una de sus cumbias: “Gracias por estar aquí pudiendo estar allá”.
El éxito de Piña visibilizó un fenómeno con al menos cinco décadas de historia que ha convertido a Monterrey en la nueva meca de la cumbia tradicional colombiana. A medida que el género iba perdiendo pulso en su país tras el nacimiento de la salsa y el auge del vallenato, en el norte de México crecía sin parar. Con el tiempo, la cumbia ha ido desprendiéndose además del estigma con el que llegó a la ciudad, compitiendo cara a cara con la música norteña. En Monterrey muchas veces sucede lo inaudito: un concierto de grupos colombianos como Binomio de Oro suele tener más público que otro de mitos mexicanos como Los Tigres del Norte.
El recorrido hasta la consagración como un género para todos los públicos ha sido largo y sangriento. La escena de la cumbia colombiana en Monterrey es una superviviente de los prejuicios, la discriminación y la violencia. Los primeros conciertos del propio Celso Piña fueron muchas veces interrumpidos a palos por la policía o declarados directamente ilegales con el argumento de que era una música que incitaba al vicio y la violencia. No todos los pioneros sobrevivieron.
“Me gusta que me vean como un fantasma”
El Rey sabanero, nombre civil Carlos Rivera, 48 años, ha reunido a su grupo de músicos en otra casita informal en las montañas. Vestido todo de blanco y con sombrero de ala ancha típico de la sabana colombiana, se lanza a bailar con dos velas en las manos. Es la danza tradicional de la cumbia. Rivera representa una de las vertientes más ortodoxas del género, que fue mutando hacia el acordeón desde las flautas originales indígenas y africanas. El Rey sabanero llegó a pasar casi un año en San Jacinto tocando con el hijo de Andrés Landero, conocido como el Rey del acordeón, el Rey de la cumbia.
Landero es venerado como un santo en los cerros de Monterrey. Bajo una fotografía suya enmarcada, un retrato épico a lo Che Guevara, Rivera cuenta que pese a no haber participado nunca en pandillas también ha sentido el estigma de los vaqueros: “Nos ven como si fuéramos rateros, que los vamos a asaltar. Pero yo me siento mucho mejor que ellos. Me siento importante. Me gusta que me vean como un fantasma”
Fosy 501, nombre civil Raúl, 45 años, sí formó parte de las bandas juveniles. Es un veterano que empezó a finales de los ochenta y aún compagina su dedicación al grafiti en camisetas y pegatinas con la impartición de talleres de psicología en cárceles. “Lo colombiano siempre ha ido ligado a las drogas y la violencia. Si escuchabas cumbia la gente daba por hecho que eras de una pandilla y te drogabas”, cuenta en un centro social en la zona vieja de la ciudad gestionado por otros veteranos de la CMBS
En los últimos 35 años, Jesús Rivas —fundador de una asociación de apoyo a jóvenes del extrarradio— ha sido testigo de la evolución de las subculturas juveniles de Monterrey. Los ochenta fueron para el estilo brother, al modo de los cholos clásicos de la costa oeste de EE UU. Luego llegó el tropical: camisa de flores, pantalón estrecho y pelo encrespado a lo Rod Stewart.
A comienzos de los 2000 nacieron los colombias, ropa otra vez holgada pero de dos piezas y a juego, hecha a mano con estampados de la virgen de Guadalupe o patrones aztecas. Escapulario, cabeza rapada por detrás, flequillo y patillas largas por delante de inspiración emo, otra de las subculturas de la época. Lo que no está muy claro es de dónde viene el apelativo de cholombiano. “Nadie decía, ey, soy cholombiano”, aclara Fosy, que apunta más bien a la mirada exótica de la subcultura por parte del mundo de la moda y la élites culturales.
Más códigos: ropa tumbada: grande, holgada. Tirar placa: los símbolos hechos con las manos que representan a cada pandilla. Pomear: drogarse con pegamento industrial. El paso del gavilán: agitar los brazos mientras se baila. La rueda de la cumbia: el hito que marca el principio del baile, en círculo y en grupo. “Son —según apunta Blanco en su libro— los nuevos rituales de reforzamiento de los lazos sociales y de mantenimiento de una idea de comunidad de matriz campesina bajo una lógica festiva”.
Viviendo de puro milagro
Esos lazos sociales saltaron por los aires con la violencia del narcotráfico de finales de los 2000. “Había un toque de queda no declarado y los jóvenes ya no podían estar en la calle porque el crimen organizado o bien los corría o los jalaba, seduciéndoles con poder y dinero”, dice Rivas, que recuerda a niños de 15 años armados y cacheteando a policías en los controles de tráfico. El lema era: “Prefiero vivir una semana como un rey que toda la vida como un buey”. El narcotráfico apagó a los colombias.
La Peke, nombre civil Mirna Castillo, 36 años, vivió aquella época de vestido pañuelo, chongo en la cabeza y símbolo star con las manos. “Ya nadie viste así, se acabaron los bailes y las fiestas. A causa de las drogas se puso todo muy pesado. De repente levantaban a los chicos y las madres les ponían altares en los barrios”, recuerda en la cabina de radio donde ahora trabaja como locutora de música colombiana.
Las radios especializadas, ajenas a las comerciales, jugaron un papel crucial en la difusión de la cumbia y el vallenato, sucesor como género nacional colombiano. Servando Monsivais lleva trabajando desde los ochenta en Radio 13, Más vallenata. Además de por la música, las radios fueron importantes, y siguen siéndolo, por los saludos. “Los saludos son normales en la radio pero aquí la raza se acostumbró como un modo de comunicarse entre pandillas”, explica Monsivais. El fenómeno de los saludos, que también aparece en la película, está registrado incluso en una canción:
Para toda la raza este saludo: los cholos, sapitos lokos, verdugoz, pachecos de la fome 11, esquineras, japicheras, malvivientes, golden boys, fantasticos de la loma linda, pokas lokas, zureños, los bollitos, boxers, piratas, pampers.
Son más de 100 pandillas diferentes. Un auténtico mapeo subterráneo de la ciudad a principios de los 2000. Javier Solís, su autor, recuerda ir apuntando los nombres cuando le pedían saludos también en los conciertos. Para los estudios antropológicos sobre el tema, los saludos pueden llegar a ser considerados más importantes que la música, porque remiten a la lógica de las sociedades antiguas basadas en el prestigio, donde ser un miembro reconocido era un valor fundamental.
El narcotráfico también contaminó los saludos y a los propios músicos. “De repente ya no solo eran pandillas de jóvenes, eran grupos criminales que se amenazaban en directo: “Diles a tal y cual que los va a llevar la chingada”, recuerda Monsivais. En 2013, todos los miembros del grupo local Kombo Kolombia fueron secuestrados durante una fiesta. Los cadáveres fueron hallados dos días después con un tiro de gracia en el fondo de un pozo a las afueras de la ciudad. “Se dice —apunta el locutor— que estaban apadrinados por uno de los carteles y los rivales se pusieron celosos”.
En la película, Ulises y su banda se juntan por las noches en un edificio abandonado, en lo alto del cerro de la Campana. En una escena están explicando a sus superiores, una pandilla mayor, un enfrentamiento con otra banda. “¿Crees que fueron los contras?”, pregunta Ulises. Los contras eran los grupos rivales que se disputaban a muerte el territorio de la ciudad.
Aquellas historias las conoció muy de cerca Sonido Fuerza Caribe, nombre civil Arturo Domínguez, 44 años, vigilante de seguridad y sonidero. Su casa queda justo debajo del edificio abandonado donde se grabó la película. Muchas noches escuchaba alaridos salir de allí. Y al día siguiente se encontraban tirados los cadáveres detrás de su casa. “Estamos viviendo de puro milagro”, cuenta desde el camino de tierra que sube hasta el bloque abandonado.
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