La guerra de los Jenkins
Una de las fundaciones más ricas de México, dueña de colegios, universidades, hoteles y centros comerciales, se desangra en medio de una batalla familiar. EL PAÍS habla con las partes enfrentadas
No existe en la historia reciente de la familia Jenkins un recuerdo agradable. Hay, en cambio, mucho rencor, acusaciones e insultos: de hermano a hermana, de madre a hijo, de vivo a muerto. Administradores de uno de los primeros fondos filantrópicos que han existido en México, la Fundación Mary Street Jenkins, los herederos luchan desde hace casi 10 años por el control de su patrimonio, valorado en más de 700 millones de dólares, entre colegios, universidades, hoteles, acciones o centros comerciales.
Como ocurre en los conflictos enquistados, la batalla trasciende a los bienes en disputa y apunta al relato, quién abusaba del dinero de la fundación, quién tomó malas decisiones financieras, quién inició las hostilidades, etcétera. Así, una y otra parte manejan historias que apenas coinciden, más que en las fechas de algunas reuniones, los lugares en que ocurrieron, el enunciado de las acusaciones o el acecho constante de la clase política. Pero son coincidencias superficiales que esconden, bajo la piel, inercias contrarias.
En Puebla, la Fundación Mary Street Jenkins es una institución, como el Gobierno del Estado. Dueña de los clubes deportivos Alpha, del Colegio Americano, de la Universidad de las Américas Puebla (UDLAP), donante en la construcción del Museo Barroco, administradora de hoteles y del enorme centro comercial Triángulo Las Ánimas, su misión siempre ha sido ganar dinero para dedicarlo a la filantropía. En sus primeros años, en la década de 1950, destinó su riqueza a los pobres, instaló redes de agua potable, construyó hospitales y escuelas públicas. Con los años todo ha cambiado y ahora la sociedad mira a la fundación con suspicacia, más después del embrollo con la UDLAP, víctima de la pelea entre los herederos y la intromisión del Gobierno local.
Hay una verdad de naturaleza procesal que resulta de momento incontestable. Una de las partes en pugna, la mayoría de los hermanos Jenkins y su madre, Elodia De Landa, viven desde finales del año pasado en California porque la justicia mexicana ha ordenado su captura. La Fiscalía General de la República (FGR) les acusa de lavado de dinero, un delito que apunta a la primera parte del conflicto, aunque no directamente a su origen. Porque ahí, en el origen, figuran fuerzas distintas, primarias: los egos de una familia de millonarios incapaces de ponerse de acuerdo.
En una entrevista hace unas semanas cerca de San Diego, California, De Landa y tres de sus cinco hijos acusaban a la otra parte, integrada únicamente por su hijo mayor y hermano de los demás, Guillermo Jenkins de Landa, de haber dinamitado la fundación. “El daño que ha hecho es incalculable”, decía De Landa, de 83 años. Su hijo Roberto y sus dos hermanas, Margarita y María Elodia, asentían. La última añadía: “Abrió el apetito de mucha gente”.
Días más tarde, en Ciudad de México, Guillermo, el primogénito, rechazaba las acusaciones de su madre y hermanos. Su discurso partía de una tesis, para él, innegable. Sus hermanas, hermano, madre y padre -este cuando aún vivía, murió en 2016- se robaron el patrimonio de la fundación. De hecho, fue una denuncia suya, presentada hace cinco años, la que ha mandado a sus familiares al extranjero. Huidos, dice él. Refugiados, contestan los otros.
La parte amplia, la señora De Landa y sus hijos, explican que lo que hicieron no fue un robo sino un salvamento. En diciembre de 2014, el presidente de la fundación, esposo de Elodia De Landa, Guillermo Jenkins Anstead, apretó el “botón rojo”, como dice su hijo Roberto. Firmó un convenio para transferir prácticamente todos los bienes del instituto a otra fundación fuera de Puebla, su Estado de origen. Esa otra fundación, controlada por Anstead, todos sus hijos menos Guillermo, y sus abogados, mudó luego su domicilio a Barbados y más tarde a Panamá, donde además cambió de nombre.
Según ellos, aquel movimiento trataba de poner a salvo los activos del instituto, ambicionados por el primogénito y por el Gobierno de Puebla, entonces bajo el control de Rafael Moreno Valle, del PAN. Para Guillermo Jenkins De Landa, la historia es bien distinta. “Estos argumentos de que están salvaguardando la institución es lo más cobarde que yo he escuchado. ¡El fundador ganó todo su dinero en este país y se lo destinó a México!”, exclama.
El fundador
En la calle Dos Oriente de Puebla, encima de un Starbucks, el silencio de una recámara vacía recuerda riquezas de otros tiempos. A la izquierda de la cama, dos iniciales y un apellido inscritos en una caja de caudales atraen la mirada. “W. O. Jenkins”, lee. Es el nombre del fundador. Sobre su antiguo lecho, el viejo Jenkins mira desde una foto el fondo de la pieza, ensayando media sonrisa, dura como una tuerca, el gesto de un hombre que no tenía tiempo que perder.
Nacido en Tennessee a finales del siglo XIX, estudiante brillante, políglota, Jenkins cruzó a México en el cambio de siglo acompañado de su mujer, Mary Street. Después de estancias en Monterrey y Zacatecas, llegaron a Puebla para asociarse con el dueño de una fábrica de medias. Jenkins fue un extraordinario hombre de negocios. Controvertido, polémico, amasó su fortuna en los años caóticos de la Revolución, entre zapatistas y carrancistas, primero comprando y modernizando fábricas de calcetines, luego adquiriendo tierras a destajo y prestando dinero. Más tarde, con el país más o menos pacificado, adquirió un enorme ingenio azucarero que después amplió. Con los años compró bancos, salas de cine, tierras y más tierras…
Jenkins nunca se libró de la crítica. Primero por explotador, luego por estadounidense y después por evasor. Al mismo tiempo, fue uno de los mayores contribuyentes privados al presupuesto poblano en su época. Le gustaba hacer donaciones para proyectos concretos, controlar que su dinero se gastara bien. Hizo amistad con gobernadores y presidentes. Era austero y protestante. En 1954 creó la fundación y a su muerte, en 1963, le donó todos sus bienes. En los 25 años posteriores, la fundación donó más de 150 millones de dólares en proyectos filantrópicos, principalmente en Puebla.
Muchos de estos datos y más aparecen en la monumental biografía que el historiador británico Andrew Paxman dedicó a Jenkins hace unos años. Publicada en 2016, titulada En busca del señor Jenkins: Dinero, poder y gringofobia en México, Paxman concluyó su obra justo cuando iniciaba la guerra de los Jenkins. En el libro, el autor explica que la decisión del fundador de dar todo su patrimonio a la fundación era “un intento de garantizar que el acceso fácil a la riqueza no corrompiera a su familia”.
Estos últimos ocho años muestran sin embargo la marejada de improperios, denuncias y estrategias que han arrasado con las precauciones de William Jenkins. Desde las trincheras, ambas partes señalan la ambición de los contrarios como origen de la lucha. Y después de la ambición, ambas partes denuncian igualmente malos manejos por parte de los otros. En una cosa coinciden. El principio del fin fue una reunión un sábado de enero de 2012, en un rancho cercano a Tepoztlán, a una hora y cuarto de Ciudad de México.
La reunión
“¡A mí no me avisaron de nada!”, exclama Guillermo Jenkins De Landa, de 62 años, en su oficina de avenida Prado Sur, en Lomas de Chapultepec, uno de los barrios más exclusivos de la capital. Se refiere a la reunión del rancho, aquella junta informal que debía servir para limar asperezas, pero que acabó con él y su hermano a los golpes, separados por sus padres, uno conducido a la capilla de la hacienda y otro a la palapa de la alberca.
“Uno de los patronos de la fundación propuso reunirnos de manera informal para hacer un brainstorming, para ver cómo íbamos a hacer los donativos de este año”, explica el primogénito. Todos llegaron el viernes a dormir, pero Guillermo lo hizo el sábado, minutos antes de juntarse. Este aspecto marca la primera discrepancia entre los relatos de ambas partes, el aviso. El motivo de la convocatoria marca el segundo y las historias entonces se separan para siempre.
En San Diego, Roberto Jenkins De Landa, un hombre grande y energético de 61 años, asegura que su hermano estaba avisado y que, como solía hacer por entonces, evitó llegar como los demás con la única intención de hacer un desplante. Sobre la convocatoria, el hermano pequeño explica que todos sabían que la reunión no tenía que ver con los donativos, sino con un cambio en el funcionamiento del patronato de la fundación que había propuesto el jefe familiar, Guillermo Jenkins Anstead.
Fuera como fuera, el hijo mayor se oponía a los cambios. Anstead pretendía ampliar el patronato de cinco a siete integrantes, incorporar a todos los hijos, juntarlos con Roberto y Guillermo, miembros desde 2002. Guillermo era además el secretario del patronato. Su padre quería también que la presidencia fuera rotativa, cambiar la sede de la fundación -que hasta entonces funcionaba en el despacho de Guillermo, en Prado Sur- y evitar que mayores de 80 años coparan el patronato y ocuparan la jefatura.
Cuando la junta empezó y el padre planteó sus propuestas, Guillermo “se puso como loco”, dice Roberto. Escuchó y protestó ante cada una, pero “explotó” cuando oyó que sus otros tres hermanos entrarían al patronato. “Ahí le dijo a mi papá que él no podía hacer eso”, dice Roberto. Elodia De Landa añade: “Tu papá pegó un manotazo en la mesa y dijo, ‘¿qué crees, que soy pendejo? Si les estoy diciendo esto es porque tengo el sartén por el mango”. Roberto dice que fue entonces, por un comentario de su hermano a su madre, cuando llegaron a las manos.
El primogénito explica que la incorporación de sus hermanos al patronato se convirtió efectivamente en un tema delicado. “Ellos querían ampliarlo porque decían que la fundación había crecido mucho”, explica. “¡Claro que había crecido! ¿Sabes por qué? Porque el que más chambeaba era yo. El único que hacia algo de todos”, defiende. El día del rancho, al escuchar la propuesta de sus hermanos, Guillermo señaló los estatutos. Dijo que no creía que tuvieran la suficiente “solvencia moral” para integrarse, requisito para los nuevos patronos. Aquello de la solvencia moral acabó por descomponer los nervios de los presentes. La junta concluyó. De alguna forma, todos se juntaron para comer y acabando, Guillermo se fue.
Hubo reuniones del patronato en los meses posteriores, pero solo sirvieron para que la desconfianza y la inquina nacidas en el rancho se consolidaran e impidieran cualquier acercamiento. Roberto dice que su padre empezó a repasar cuentas, contratos e inversiones de los años anteriores, tiempo en que su hermano se había encargado del día a día de la fundación. “Ahí vio que estaba abusando”, dice Roberto, que pone el ejemplo de unas pólizas que Guillermo, agente de seguros, había vendido a inmuebles o negocios del instituto con sobreprecio. Luego añade el sueldo exagerado que un presunto amigo de Guillermo cobró en el desarrollo de un centro comercial en Puebla. Poco más.
Guillermo asegura que él nunca se llevó un peso de la fundación y acusa al resto de su familia de hacer negocios a costa del patrimonio de William Jenkins. Pone algunos ejemplos concretos, como la adquisición de un predio en Paseo de la Reforma, en 2010, que la fundación compró a una empresa propiedad de sus padres, compañía que había comprado el predio semanas antes por 14 millones de dólares menos. La otra parte reconoce la compra, pero asegura que entre la adquisición y la venta del predio a la fundación, la empresa había conseguido permisos, licencias y había solucionado una serie de problemas para que el instituto, ya con el predio, pudiera construir su edificio sin problema.
En los más de dos meses dedicados a hablar con ambas partes, leer el libro de Paxman, analizar documentos judiciales y repasar algunos de los episodios ocurridos estos años con abogados de uno y otro lado, las pruebas concretas resultan huidizas. Ni la parte amplia ha aportado evidencia del presunto lucro de Guillermo con los seguros, ni el primogénito ha detallado a qué se refiere cuando repite que “ellos”, su familia, “entendían que el patrimonio de la fundación era su herencia negada”.
La expulsión
Durante la investigación para su libro, Paxman entrevistó a 17 integrantes de la familia Jenkins. Visto en retrospectiva, el historiador maneja una teoría del origen del conflicto que apunta precisamente a los egos del padre y su hijo mayor, uno inflado, el otro herido. “Alrededor del momento en que expulsó a su hijo Guillermo de la fundación, Anstead Jenkins informó a sus parientes de que se consideraba el heredero de su abuelo”, argumenta.
La expulsión de Guillermo Jenkins llegó año y medio después de la junta del rancho. Su padre, madre y hermano le sacaron del patronato y los consejos directivos de las empresas de la fundación. Roberto Jenkins explica que por entonces, su hermano andaba expandiendo el rumor de que su padre estaba senil. Guillermo dice que su familia inició una campaña que dañó su reputación como agente de seguros.
Los argumentos del primogénito reflejan los de Paxman. Para él, su padre asumió un papel que no le tocaba, estableciendo una continuidad entre él y el fundador, como si ambos fueran lo mismo. “En la calle Dos Oriente, ahí en Puebla, hay un museo, pero es un museo dedicado a mi papá. No al bisabuelo… Lo ponen, sí, pero como el bisabuelito y así. Y a mi papá lo ponen como el gran filántropo, pero no, él no lo fue. No puso un peso del dinero. No veo por qué hicieron eso”, critica.
Movimiento extraordinario en la historia de la fundación, la expulsión de Guillermo hijo en junio de 2013 abrió un periodo inquietante. Para él fue un despertar a una realidad en la que el resto de su familia le había traicionado; el principio de un camino de denuncias y demandas, primero ante autoridades civiles en Puebla y luego ante la FGR. La otra parte entendió la nueva etapa como una trampa en la que ellos, la fundación y sus activos se habían convertido en una presa. El depredador, explican, era el mismo Gobierno de Puebla.
Roberto Jenkins narra que de agosto de 2013 a diciembre de 2014, funcionarios del Gobierno de Puebla les trataron de “extorsionar” varias veces, en connivencia con su hermano. Él menciona concretamente al secretario de Gobierno de la administración de Moreno Valle, Luis Maldonado, ya fallecido, igual que el gobernador. El hermano menor dice que en agosto de 2013, su abogado les entregó una carta supuestamente de Guillermo. “Fue su primera extorsión”, explica.
En la carta, que Roberto leyó en San Diego durante la entrevista, su hermano exigía supuestamente la entrega del Colegio Americano de Puebla, valorado en algo más de 30 millones de dólares, además de otros 36 millones para su funcionamiento. Guillermo niega haber enviado ninguna carta y dice que la entrega del Colegio Americano estuvo sobre la mesa, pero no a instancia suya, sino del Gobierno estatal, encabezado para el caso por Maldonado. Una forma de solucionar el conflicto.
Roberto asegura que con el paso de los meses su hermano Guillermo les hizo llegar más cartas. En una, Guillermo supuestamente les pedía el control de la UDLAP, una universidad que recibe al año casi a 10.000 alumnos y cuyo campus está valorado en más de 100 millones de dólares. Guillermo niega de nuevo su autoría y dice que las propuestas venían de Maldonado, una especie de compensación por su expulsión de la fundación.
Durante todo ese tiempo, además de las propuestas del colegio y la universidad, hubo varias reuniones entre abogados de uno y otro lado, con la mediación de integrantes del Gobierno local. Si bien Roberto asume que su hermano andaba detrás de las propuestas, sus abogados apuntan un protagonismo creciente del Gobierno de Puebla con el paso de los meses. “Ellos querían quedarse con la UDLAP”, dice Alejandro González, uno de ellos.
La denuncia
La parte amplia asegura que en 2014 las presiones del Gobierno estatal se sentían cada vez más intensas. De acuerdo a Roberto, su madre y hermanas, la Junta para el Cuidado de las Instituciones de Asistencia Privada del Estado de Puebla, órgano que debe mediar en conflictos en fundaciones, apoyaba las supuestas exigencias de Guillermo. El primogénito lo niega y señala que desde el año anterior había presentado varias denuncias ante la misma junta por su expulsión de la fundación. La junta, dice, nunca le hizo caso.
Como ocurre con casi todas las partes del conflicto, resulta difícil saber quién tiene razón. La mayoría de personas que podrían arrojar algo de luz sobre aquel año y medio integran alguno de los bandos en pugna. Los que no, o bien están muertos o prefieren no hablar. EL PAÍS contactó por ejemplo al presidente de la junta que lidió con la guerra en 2014, Gustavo Garmendia. Aunque al principio accedió a hablar, luego dejó de atender las llamadas y contestar los mensajes.
Para la parte amplia, la exigencia de entregar la UDLAP, en la segunda mitad de 2014, marcó la ruptura definitiva. La universidad es una de las joyas de la fundación y perderla era una posibilidad inadmisible. Con sus abogados, diseñaron un convenio con una fundación hermana, creada años antes en Aguascalientes, para donarle todos sus bienes y así escapar de las garras de la junta y el Gobierno del Puebla.
Guillermo y su abogado, Carlos Serna, explican que no supieron del convenio hasta después de que se firmó e hizo efectivo, en diciembre de 2014. “La última reunión con la otra parte la tuvimos por ahí de octubre”, dice Serna. “Habíamos quedado para tener la siguiente en diciembre. Pero nos llamó Maldonado y dijo, ‘oigan no vengan, acaban de cancelar’. Esto fue a principios de diciembre de 2014. ¿Sabes qué pasó? Que acababan de escriturar el último inmueble y se iban a Barbados. Para eso necesitaban tiempo”, razona.
En 2016, Guillermo Jenkins De Landa denunció a su papá, su mamá, sus hermanos y abogados por fraude y operaciones con recursos de procedencia ilícita. Para él, esa donación de los bienes de la fundación era un delito y respondía a la lógica de su padre, que se consideraba heredero del abuelo. No en vano, el fundador, que solo tuvo hijas, adoptó a Guillermo Anstead como hijo propio cuando este era pequeño. De ahí que a veces aparezca en los documentos como Guillermo Jenkins Anstead. Y de ahí que pudiera considerarse con derechos sobre sus tías-hermanas, más aún sobre sus hijos o sobrinos-primos.
Dos años después, la FGR decidió archivar la denuncia de Guillermo. En el documento, al que ha tenido acceso este diario, los investigadores estiman que “el contrato de donación no es ilícito, ni tampoco los actos relacionados”. Más aún, la Fiscalía señala que Guillermo ni siquiera podría ser víctima de delito alguno, ya que él ni siquiera formaba parte del patronato de la fundación en el momento de la donación. El primogénito recurrió la decisión de la Fiscalía de todas las formas posibles, intentos que fracasaron durante años.
La sacudida
Algo cambió sin embargo a mediados de 2020. El relevo en la Administración federal, en el Gobierno de Puebla y en la propia Fiscalía, que se convertía en un ente autónomo, sacudió los cimientos del caso. En junio, el subprocurador especializado en Investigación de Delitos Federales, Juan Ramos, mano derecha del fiscal, Alejandro Gertz, ordenó revocar el archivo de la denuncia de Guillermo Jenkins De Landa. Ramos consideraba que el archivo contenía “irregularidades”. La primera, que el archivo no estaba debidamente “fundado y motivado”.
Para Roberto Jenkins y los demás, este movimiento no era solo irregular -insisten en que un fiscal no puede revocar el archivo, debe hacerlo un juez- sino que respondía en realidad a un viejo conflicto entre el propio fiscal y la UDLAP. Antes del cambio de siglo, la UDLAP se había partido en dos. El campus grande, el prestigio y la financiación de la fundación Mary Street Jenkins permanecieron en Puebla, mientras que una parte de los profesores se fueron a Ciudad de México, constituyendo la UDLA A. C., asociación civil. O se volvieron en realidad, porque la UDLAP había nacido en la década de 1940 a partir de una pequeña universidad, el Mexico City College, que se mudó de Ciudad de México a Puebla.
En cualquier caso, el fiscal Gertz, que había fungido de secretario de seguridad durante el Gobierno de Vicente Fox, se convirtió en rector de la UDLA ,A. C. en 2007. Inició entonces una pugna con la UDLAP por el uso del logo y la marca comercial. Juan Ramos fungió de apoderado legal de la UDLA, A. C. El caso llegó a los tribunales y al Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial. En entrevista con EL PAÍS, el rector de la UDLAP con licencia, Luis Ernesto Derbez, evitó opinar sobre el posible vínculo de la revocación del archivo con el caso de la UDLA, A. C. “La batalla con Gertz se dirimió en tribunales y quedó claro desde hace tiempo”, dijo.
La FGR desglosó parte de la investigación -la que tenía que ver con un posible delito de fraude- y la mando a la Fiscalía de Puebla. En febrero de 2021, los investigadores federales obtuvieron órdenes de detención de un juez contra Roberto Jenkins, su mamá, sus hermanas y sus abogados por un delito de operaciones con recursos de procedencia ilícita. Para entonces, la parte amplia ya había salido de México. De hecho, habían volado meses antes a la parte sur de California, ante el aviso de su abogado. “Van por ustedes”, les dijo, “tienen que salir de aquí”.
Ante las órdenes de aprehensión, la junta en Puebla, ya bajo el dominio del nuevo gobernador, el morenista Miguel Barbosa, ordenó la destitución de Roberto y familia de los patronatos de la Fundación Mary Street Jenkins y su fundación hermana, la FUDLAP, que controla la universidad. Aunque Roberto y los demás habían donado todos los bienes de la fundación a otro instituto en Aguascalientes, aseguran que nunca llegaron a donar también el campus del centro educativo, en manos de la fundación original. “Nunca pensamos que pudieran llegar a tomar la universidad”, explica el abogado Alejandro González.
Como explicó EL PAÍS en la primera nota sobre el caso Jenkins-UDLAP, el futuro de la universidad es incierto. En junio, un juez concedió a la junta una serie de medidas cautelares que le permitía nombrar nuevos patronos e intervenir el centro educativo. Pero hace una semana, ese mismo juez revocó estas medidas, por lo que la universidad volverá a manos de la parte amplia, al menos mientras se dirime el fondo del asunto, el caso por presuntas operaciones con recursos de procedencia ilícita y la variante poblana del proceso, esta por fraude.
En su oficina de Prado Sur, Guillermo Jenkins de Landa lanza con rabia: “Ahora se hacen las víctimas”. Se refiere a su familia. “El día que me sacaron de la fundación, mi esposa me dijo, ‘¿sabes qué? Eso es porque se quieren robar la fundación’. Y yo decía, ‘no, estás loca, es imposible’. Hasta me peleé con ella. Y pasó el tiempo y hoy por hoy están las muestras de que sí es cierto”, zanja.
En una casa al norte de San Diego, cuartel general del resto de la familia, Elodia de Landa niega las acusaciones de su hijo. “En el testamento del señor Jenkins dice que en un momento dado, si la fundación se ve amenazada, por la causa que sea, se puede disolver, ¿ok? Nosotros no queremos extinguirla, estamos luchando para que siga, pero si no, ahí está la cláusula”, dice.
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