“No necesito que me deje bañada en sangre para ver que lo que me hacía no estaba bien”
Dos mujeres que vieron de cerca la muerte a manos de sus parejas relatan su vida desde un refugio oculto para maltratadas que ha estado seis meses sin recibir el presupuesto federal
Magaly abrió los ojos y el “señor” le estaba dando cachetadas en la cara para reanimarla y que oyera bien clarita la enésima amenaza: “Cinco minutos más y no lo cuentas”, se burlaba. Unos segundos antes le advirtió de que era su último día de vida, le hizo una llave contra el cuello y la mujer cayó desmayada. “El señor ese”. Así llama a su expareja, con la que tiene dos hijos, el de nueve años y el chico, que pronto cumplirá dos. “Creo que están con mis suegros”. Ella permanece incomunicada desde hace un mes, en un refugio para mujeres maltratadas cuya vida corre peligro. En la casa soleada con jardín y juegos infantiles viven ocho mujeres que vieron muy cerca su muerte. Pasarán tres meses desintoxicándose de una relación que ahora empiezan a entender. “El apego no es amor”, repiten. Y aún con retazos de culpa, se interrogan: “¿Cómo pude estar tan ciega para no darme cuenta de cuánto me lastimaba?”.
La violencia machista mata en México a 11 mujeres al día, como promedio. Pero son más las que un día sintieron “un empujón, más adelante una cachetada, luego un puñetazo, al final ya eran palizas”. “Ves en la tele todos esos feminicidios y piensas que también llegará tu momento, que no contralará sus emociones, que lo acabará haciendo. No necesito que me deje bañada en sangre para ver que esto no está bien”, se dijo un buen día Carla, de 28 años, y se echó a la calle con lo puesto. Buscó ayuda, pero se hacía de noche y temió que la pasaría al raso. Finalmente la rescataron en el Instituto de la Mujer y la condujeron al refugio del Estado de Morelos, donde se internó por voluntad propia. Ya ha pasado dos meses y las enseñanzas recibidas se le notan.
La Red Nacional de Refugios es una de las instituciones más sólidas que entre las que en México acogen a víctimas de maltrato, pero en los últimos meses se ha visto envuelta en un enredo burocrático que ha impedido que les lleguen los ingresos públicos con los que sacan adelante sus programas. El programa de presupuestos pasó de una secretaría a otra. Por más que lo demandaron, el dinero no llegaba. En el centro de Morelos, las enfermeras, los directivos, el chófer, la cocinera, las limpiadoras. Todos, del primero al último, han estado seis meses sin cobrar. Y también los proveedores, el que surte el pollo, los pañales o la gasolina. Y todos, del último al primero, han hecho un alarde de solidaridad para aguantar firmes en sus puestos. “Este mes han liberado el presupuesto, pero no nos dejan pagarlo de golpe, lo tenemos que ir abonando poco a poco, por cuestiones de normativa. Por lo menos ya tenemos la certeza de que el dinero está ahí”, dice Jonathan Villalba, el director del centro.
La certeza es aún poca cosa para Wendy Figueroa, la directora de la Red Nacional de Refugios, consciente de que aún hay centros que no acaban de recibir sus recursos, entre ellos “la mayoría de los gubernamentales”. “Aún no sabemos con claridad cómo se tiene que ejercer el presupuesto, se han retrasado los lineamientos, y lo que es más importante: muchos trabajadores han pedido préstamos y ahora se les integrará el sueldo, pero ¿quién paga los intereses de esos préstamos? Van a perder dinero. Mira que advertí cuando se pasó el programa de Refugios de la Secretaría de Bienestar a la de Gobernación (Conavim) que se cuidaran los procesos, que había riesgos en esa operación, pero no se ha cuidado y se han puesto en vulneración los derechos humanos”, dice Figueroa.
El refugio no es un lugar donde protegerse tres meses, sino el espacio donde aprender a protegerse para toda la vida. Estas relaciones tóxicas se tratan de modo parecido a las drogadicciones y las mujeres recaen, pero ahí están de nuevo para alojarlas, cuanto haga falta. Hasta seis veces volvió con su pareja Magaly, en cuanto él le “endulzaba el oído”. Y otras tantas huía de los golpes. Su historia, desde los 19 a los 29 años que ahora tiene, al lado del señor ese, es como un manual de lo que suele ocurrir: “Desde novios ya te manipulan, te van separando de tus amigos, de tu familia”. La espiral de violencia va cogiendo fuerza como una honda agitada al viento, más rápido, más fuerte, más letal. Cuando ya apenas salen de casa las acusan de infieles y putas. “Pero si no salía nunca”, se quejan al aire.
En un país donde las relaciones se fraguan a edades muy tempranas, “cuando no se piensa con madurez”, reconoce Carla, los hijos son el factor que lo decide todo: se aguanta el maltrato por ellos, “para no separarlos de su padre”, y se deja de aguantar también por ellos, “para que no se críen viendo tanta violencia”. Los embarazos son la tela de araña donde quedan atrapadas muchas de estas mujeres antes de acabar siquiera sus estudios secundarios. Con los hijos las amenazan, y muchas, como Magaly o Carla, deben dejarlos temporalmente para rehacer sus vidas internadas. Habrá tiempo de recuperarlos con la cabeza y el cuerpo cargados de fuerza.
Durante la mañana, las psicólogas se ocupan de un aprendizaje básico: que la vida no es solo violencia, que eso no es normal, sino lo contrario. Tienen que aprenderlo cuando ya le han visto los dientes al lobo. ¿Cómo se iba a dar cuenta Carla de que su situación era delicada, extrema, si vio a su padre pegar a su madre y a su tío pegar a la abuela? “Crecí con eso, lo veía normal. Mi padre intentó matarnos a mi madre y a mí un día, cuando yo era pequeña, el coche dio varias vueltas”. A Carla le quedaba el cariño de la abuela y volvía a la casa paterna cuando las cosas le iban mal con su pareja. “Pero allí era lo mismo, violencia. Cuando no podía soportar en casa de mi padre, volvía a la mía”. Y así estuvo como pelotita de pin pon durante años. Su padre le ha puesto una demanda por violencia familiar y le ha quitado a sus hijos, pero espera salir en un mes y reanudar todo lo archivado. El refugio le está dando asesoramiento jurídico. “Ahora ya sé que puedo, sí puedo, puedo hacerlo”, se dice.
A Magaly le dijo su suegra: “Ese es el hombre que elegiste, tendrás que aguantarlo”. Un drogadicto al que el hijo mayor tiene idealizado. Magaly muere de miedo solo de pensarlo. Pero hasta la suegra y la cuñada vieron aquella noche que el asunto era grave y ayudaron a escapar a la mujer hasta que quedó internada en el refugio. Salió con una mochila apenas. En el centro tienen de todo: ropa, zapatos, productos de higiene, todo lo necesario. De eso reciben muchas donaciones particulares y también de empresas: lavadoras, electrodomésticos. “Pero una cosa que necesitamos son celulares, smartphones, porque durante la pandemia los niños tenían que seguir las clases en línea y eso era imprescindible. Pero se creen que los celulares son para mí y se resisten a donarlos”, se ríe el director del centro. Villalba está hablando de las casas de transición, pasados los tres meses de refugio, donde las mujeres ya hacen vida normal, entran y salen, en un 85% con un empleo que han ido buscando entre todos, con instituciones de mujeres, empresarios.
En el internado previo no hay teléfonos móviles, suponen un riesgo de que el centro sea localizado y de que las mujeres recaigan en sus comunicaciones tóxicas. En un casillero dejan las pocas pertenencias con las que llegaron y guardan la llave. La dirección tiene a su vez la llave del cuarto. Se necesitan dos voluntades para abrir el pasado. Pero no están en una cárcel, pueden decidir lo que quieran. “Este sacrificio merece la pena, aunque duele no estar con mis hijos”, llora Magaly sobre un maquillaje impecable para recibir a las visitas.
La noche en que desapareció para la vida de los demás decidió que se internaría sin dejar rastro. Pero su mamá preguntó “al señor” dónde estaba Magaly y él le dijo que no sabía nada de ella. La mujer no tardó en poner una alerta en la Fiscalía para que la buscaran por desaparecida. Por medio de terceros pudieron comunicarle a la mujer que su hija estaba a resguardo. Todo en orden, pues. Miles de madres buscan en México a sus hijas y suplican a los yernos que les digan sobre su paradero. O buscan bajo la tierra con las uñas y las palas.
El refugio de Morelos pasa por ser una guardería. Eso piensan los vecinos y muchos funcionarios. Casi nadie sabe lo que es ni dónde está ese sitio. Solo los estrictamente necesarios. Muchas víctimas lo son de policías, burócratas, políticos. Y los que trabajan en estos centros firman cláusulas de confidencialidad. El sigilo debe ser extremo, supone una estrecha línea entre la vida y la muerte.
“Yo no sé las causas, el aumento de la pobreza tras la pandemia puede ser una, pero no la única. Lo cierto es que cada vez tenemos más solicitudes para entrar al refugio, un promedio de dos por semana”, dice el director detrás de su cubrebocas. Y los recursos son escasos. Pero solo hay que charlar un rato con Magaly, que lleva un mes internada, y con Carla, que lleva dos, para observar con nitidez cómo van empoderándose, descubriendo sus posibilidades, valorándose, diseñando una nueva vida. Llegan con las alas rotas y les enseñan a salir volando. “Aquí he retomado mis estudios en línea, acabé la preparatoria y voy con el bachillerato. Quiero seguir, porque mi psicóloga dice que valgo para esto, para la Psicología, me ve cómo dialogo con las compañeras, cómo las escucho. Antes no quería estudiar porque me atascaba y prefería dejarlo a tener sensación de fracaso”, cuenta la joven. Pero ella lo que de verdad quieres ser es policía, como su padre, pero también cómo su madre, que tiene dinero, “tiene casas y un carro”. “En la policía, además, puedo seguir estudiando y tener un seguro social para mis hijos”. Esa es una de las razones que engrosa la lista de policías en México, a pesar del riesgo que corren. Muere un policía al día de promedio. Las balas suenan por todas partes y por cualquier razón.
La madre de Carla buscó a su hija cuando tenía 22 años. El padre las separó de pequeñas y la mujer rehízo su vida con otra pareja. “Supe que tenía un hermano y quería conocerlo. ¡Y tengo tres!”, se emociona esta mujer, de una belleza sin paliativos. Cuando salga del refugio buscará a la madre, que ya le ha prometido la ayuda que necesite.
Recursos. Eso es lo que precisan estas mujeres que un día dejaron de trabajar y se fueron encerrando en casa para huir de la violencia. En los refugios encuentran casi de todo. “Pero los lineamientos son estrictos. Antes los pliegos que rellenábamos tenían un etcétera y ahí solicitábamos ciertas cosas. Ahora no, ahora incluyen tinte para el pelo, pero no un cortaúñas, y resulta que es exactamente lo que necesitamos”, refiere Villalba. En la enmarañada burocracia para otorgar los presupuestos no acaban de entender la complejidad de estas situaciones. “Muchos creen que con apresar al agresor y meterle en la cárcel está todo hecho; o que si las mujeres vuelven con él, pues es culpa de ellas. No es así. Hemos tenido el caso de extranjeras maltratadas que lo que necesitan en regularizar su situación para trabajar y nos piden 12.000 pesos por los trámites, cuando la ley establece que las víctimas entran por otra puerta. ¿De dónde vamos a sacar ese dinero?”, se queja el director.
En el Refugio la mayor de las mujeres tiene 32 años y la más joven, 16. Toda una vida por delante si alguien consigue enderezar sus caminos. Solo son tres meses de aislamiento casi total para descubrise a sí mismas, y para repetirse día tras día que ellas valen, que pueden. Que quieren.
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