Emiliano Monge: “Los vivos’ es una cuña entre todo lo que he hecho, un punto y aparte en mi obra”
El escritor mexicano traza en su última novela un relato sobre la pérdida, la búsqueda y la aparición: “Una desaparición no es solamente alguien que ya no está. Sigue jalando y llevándose cosas”
Sostiene Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) que los autores y sus historias se parecen a los pulpos. “Hay un cerebro central, que es el escritor o escritora, y luego cada tentáculo, que es cada libro, también con un cerebro propio. Cada uno palpa de manera singular la piedra, la arena del fondo o la temperatura del agua”. Los vivos (Random House) es el séptimo tentáculo de una obra que explora una temática y un estilo en cada novela. El último trabajo del escritor mexicano traza una narración sobre la pérdida, la búsqueda y la aparición en un país con más de 100.000 desaparecidos. Frente al abismo de unos datos escalofriantes, Monge, que conversa con EL PAÍS en un jardín de la alcaldía Cuauhtémoc, abre la puerta a la dimensión personal, intangible, emocional de la espera: quienes aguardan.
Pregunta. Escribir una novela que aborda la desaparición en México supone un desafío enorme, conceptual y de registros. ¿Cómo maduró la idea?
Respuesta. Era un tema sobre el que yo quería y tenía que escribir. Necesitaba escribir de ello y descarté muchísimas veces las formas de hacerlo. No encontraba el punto de vista. ¿Cómo hacer que no pareciera periodístico? ¿Cómo hacer que no pareciera un panfleto o una proclama? O sea, ¿cómo hacer literatura con un tema que está presente en la realidad? Estuve años y años, iba y venía. Y de pronto, en una conversación que estaba escuchando, alguien dijo unas palabras y desató todo.
P. ¿Qué palabras?
R. Los vivos.
P. ¿Y luego?
R. Todo hizo tac. Y cuando me senté a escribir estaba convencido de que esta iba a ser mi novela más larga. Me imaginaba una novela de 1.200 páginas y pensé que iba a estar años escribiéndola. Y resultó mi novela más corta y con la escritura más concisa o más rápida. Porque había estado 10 años fermentando.
P. La idea de desaparición, además de terrible, tiene una dimensión intangible, privada, casi ontológica, pero al mismo tiempo interpela la esfera pública. ¿Cómo lo afrontó?
R. El lugar del que parto tiene que ver con un aspecto periodístico, las entrevistas que he podido hacer con familiares de desaparecidos y desaparecidas. Lo que siempre me queda en el cuerpo es la certeza de que la persona que está esperando un regreso está esperando la seguridad de una muerte o la negación de esa muerte, la reaparición. Hay un estado de espera con que vuelve la vida, una pausa, un agujero en medio de la vida que está transcurriendo. Esos agujeros son las personas. Y no son solamente los desaparecidos, son los que están esperando al desaparecido. No están ni vivos ni muertos. Eso es lo que vuelve intangible, durísima y terrible esa condición de espera.
P. Y todo está tamizado por las trampas del lenguaje. Lo expresa un personaje, Lucía: “La trampa es en sí el lenguaje. Y en esta solo caímos los humanos. Los animales no fueron tan idiotas (...) por eso a ellos les da igual la verdad”.
R. Tiempo después de haber escrito ese capítulo me acordé de lo que decía William Burroughs, que el lenguaje es un virus. No discuto a Burroughs, entiendo por qué dice que el lenguaje es un virus, pero yo creo que nuestra época, en este momento, el lenguaje es un hongo. Lo es porque nos ha ido colonizando y nos ha utilizado como medio para colonizar el planeta. ¿Qué pasa con el lenguaje de un escritor? Nos volvemos primero lectores, y antes de volvernos lectores escuchamos. El que se enamora de los libros, antes se enamoró de que le contaran historias sus papás, sus primos, sus tíos, sus maestros. Y en ese proceso de enamoramiento te enamoras de la lengua. Y cuando estás leyendo y ya pasaste por el enamoramiento de la lengua, de pronto dices: ¿qué es esto? Y te enamoras del lenguaje. Y el lenguaje empieza a carcomerte. Y empieza a generar unos espacios mucho más hondos que los de la realidad. Y eso tiene que ver con esta novela también, con buscar en otros espacios diferentes al espacio de lo real.
P. En esa búsqueda plantea una pregunta, escrita en un bordado, que parece resumirlo todo: ¿y si yo lo encuentro qué?
R. Es una pregunta que tiene muchas otras dentro. De entrada, está implícita la de ‘y si no lo encuentro’. O sea, parto de la idea de que no lo voy a encontrar. Porque, si lo encuentro, ¿qué pasa? Y ese ‘si yo lo encuentro’ no solamente está dirigido a quien se la hace, sino a la posibilidad de encontrar. Es decir, si encuentras, ¿a quién vas a encontrar? ¿Quién va a ser esa persona? ¿Va a ser la misma que desapareció o no? Pero también es imposible que el que se hace la pregunta, quien está esperando, sea el mismo un día y al día siguiente. Es un hoyo negro que va creciendo. Una desaparición es horrible, no es solamente alguien que ya no está. Es algo que sigue jalando y llevándose cosas.
P. ¿Es imposible hablar de desaparición si no nos figuramos una aparición, al menos una hipótesis?
R. No sé si es imposible, pero para mí lo era. Y para este libro lo era precisamente porque yo no quería hablar de la desaparición de manera frontal, porque me parece que no se puede. Es muy difícil hablar de algo que genera vacío. Todo aquello que jala tiene que devolver algo. Y me pareció interesante buscar en ese espejo la posibilidad de hablar no solamente del sentimiento de pérdida. Para mí fue claro que había que hablar de los vivos, pero los vivos no necesariamente somos nosotros. Es decir, ¿qué es lo vivo? Una cosa es la vida y otra cosa es lo vivo. La vida de cada uno de nosotros. Y lo vivo es una cosa mucho más grande, mucho más potente, mucho más intangible también. Y entonces fue cuando empezó a convertirse en una novela que tenía que ver con la aparición y no solo con la desaparición.
P. Su narración se mueve en el terreno de lo sugerido.
R. Si me asomo más la vuelvo política. Ya es política, muy política. Me refiero a que la vuelvo solo política. Hay cosas que, si se enuncian, se vuelven demasiado literales. Y esta novela tenía que rehuir la literalidad por todos lados. Vivimos en un país en el que desaparecen ocho personas todos los días. Es demencial, descomunal, espeluznante. Pero ese no es el tema de la novela.
P. Aunque se queda en un plano subconsciente del lector.
R. Es a donde lo invita. Y es a donde lo empuja exactamente. Pero hay mucho más que la dimensión política de la desaparición. Hay una cuestión emocional, humana, vital, más honda y muy profunda. Y curiosamente, aunque llevamos tanto tiempo diciendo que hay que ponerle nombres y rostros a las historias, también hay que tratar de mostrar una historia por todos sus lados sin necesidad de nombres propios.
P. ¿Qué le han dejado las conversaciones con allegados de desaparecidos?
R. Cuando te dan un testimonio, tienes que hacerte responsable. Es decir, no te están dejando un suéter y pidiéndote que no lo pierdas. No te están prestando algo. Si alguien te da su testimonio te está legando una responsabilidad enorme. El respeto a todos los testimonios es respetar todo ese silencio, todo ese enigma y todo ese dolor que está siempre presente cuando uno escucha.
P. Dice que en cada libro busca algo distinto. ¿Siente haber pasado página?
R. Sí, tengo la sensación de que en este camino que he hecho con mis libros, así como voy buscando la ruptura con el anterior, había ido dejando espacios abiertos en los dos universos generales de mi trabajo. Uno es más político o más relacionado con lo político. Y luego hay otro de carácter más autobiográfico o íntimo. Este es como una cuña entre todo lo que he venido haciendo. Sí, siento que es un punto y aparte, completamente.
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