La narcoguerra que desangra a Sinaloa
La batalla entre los hijos del Chapo Guzmán y los seguidores del Mayo Zambada tiñe de sangre el viejo santuario del cartel. Los cadáveres se acumulan en las calles y la vida social se ha reducido al mínimo. EL PAÍS recorre Culiacán y alrededores, donde casas y negocios quemados, además de tiroteos y bloqueos viales, son parte del paisaje diario
Un muerto: Carrizalejo
Nadie se acerca al muerto. Todo el mundo merodea, pero de lejos, guardando una distancia prudente, adjetivo que responde a un criterio indefinible: por qué a 50 metros y no a 10, a 100. “Es por si pasa alguien”, dice uno de los reporteros de nota policiaca, apoyado en una de las camionetas del grupo. Alguien, epítome de eufemismos del mundo en guerra que es Culiacán, la capital de Sinaloa. Alguien del crimen, alguien que piense que no está bien que ellos –los reporteros, los trabajadores de las funerarias– se acerquen a un cadáver metido en un costal, abandonado a las puertas de un cementerio. Porque ni siquiera hay paz después de la muerte en estas calles polvorientas del noroeste mexicano. No la hay para el muerto, tampoco para los demás.
La guerra en Sinaloa, consecuencia de una novelesca cadena de traiciones en el mundo del hampa, dura ya tres meses. Cada uno de los últimos 90 días, Culiacán ha amanecido con muertos. Cadáveres embolsados, quemados, tiroteados, cuerpos mutilados. También los pueblos de alrededor, las carreteras. Nada que no ocurra en otras partes de un país que cuenta más de 30.000 asesinatos al año, pero una rareza en la ciudad, pasarela del Cartel de Sinaloa, lugar de paseo y esparcimiento de la realeza criminal, hogar de algunos de los capos, ciudad en la que construyen sus lujosos panteones. Desde agosto, los asesinatos han aumentado casi un 300% en la región. Pero no son solo los muertos, son también las personas que desaparecen –entre 340 y 600, según quién lleve la cuenta– y la sensación de miedo generalizado que se ha instalado en la zona.
Pronombre intrascendente, ese “alguien” se convierte en una de las palabras más complejas de todas las que se escuchan esta mañana en Carrizalejo, en la salida oriente de la ciudad. Hogar de un millón de habitantes, la guerra en Culiacán es producto, principalmente, de los enfrentamientos entre dos grupos, dos facciones antiguamente hermanadas del cartel, los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán, por un lado, y los seguidores de Ismael El Mayo Zambada, por otro. Hay más facciones, unas apoyan a los primeros, otras a los segundos, y algunas más a ninguno. Al fin y al cabo, como dice un veterano político local, entrevistado estos días en Culiacán, “el Cartel de Sinaloa es un conglomerado de empresas”, cada una con sus negocios e intereses, aliadas a veces y otras no tanto. Así que, al final, el Cartel de Sinaloa no es más que una convención cultural. Una idea perezosa.
Ahí sigue el muerto. Y entre el muerto y los reporteros y los de las funerarias, distancia. Por si pasa alguien. Es medio desconcertante el asunto, porque no hay forma de saber quién era la víctima o quién la dejó allí. En estos meses, los cuerpos han aparecido a veces con sombreros, una burla de los hijos del Chapo, conocidos en México como Los Chapitos –La Chapiza, en Culiacán– al otro bando, identificados con el mundo rural, santo y seña del jefe, El Mayo, apodado El Ranchero en los corridos que le dedican. Otras veces, los cadáveres han amanecido rodeados de cajas de pizza, otra burla, esta bastante evidente. En Culiacán, cualquiera con 500 pesos en el bolsillo, 20 euros, puede comprar una gorra con un trozo de pizza grabado en la frente –La Chapizza– homenaje a los muchachos del Chapo.
Pero no hay cajas de pizza ni sombreros esta mañana en Carrizalejo. Y aunque los hubiera, no son objetos que garanticen seguridad alguna. Pero son pedazos de información, y tranquilizan. Es probable que nadie se hubiera acercado de todas formas, por muchas cajas de pizza o sombreros que hubiera allí, porque nadie sabe si los asesinos quieren que el muerto quede un rato donde está, para que todo el mundo lo vea. Porque el lugar importa. No es una brecha de tierra en mitad de la nada, es la principal salida de la ciudad por este lado y a cada rato pasan coches, camiones, motos. De hecho, aquí mismo hay una gasolinera, con su tienda. Un camión de refrescos acaba de llegar, con su conductor y su portapapeles, y hace rato ha llegado un camión lechero. Y mientras tanto, el muerto, allá, solo.
Ya han pasado varias horas, más de cinco desde el primer aviso, y nadie llega. Mentira. Hace un rato, dos camionetas de la Guardia Nacional pasaron por aquí. Los agentes pararon junto al cuerpo y lo miraron –miraron la bolsa que contenía el cuerpo- luego dieron media vuelta y se fueron. Los de las funerarias, aburridos, se han ido también. Sin información, no hay forma de buscar a las familias y ofrecerles un plan de velorio y funeral. Algunos reporteros han optado igualmente por marcharse. La ciudad humea. Criminales han quemado casas y negocios estos días con insistencia militante. También han tiroteado cámaras de seguridad públicas a decenas. Los compañeros no dan abasto y corren de un lado a otro. A medio kilómetro de aquí, rumbo al centro, hay un retén militar, pero nadie ha pensado en ir a avisarles.
Nada más un reportero se ha quedado con el muerto. También quiere marcharse, pero no puede. Necesita a la policía para la foto, a su medio no le vale una imagen solo con el cadáver. Así que el colega llama a un agente de la fiscalía, contacto suyo. “¿Qué rollo?”, le dice, “¿andas de uno?”. Le pregunta si está operativo. El otro dice que sí. “Aquí ando, en el muertito”, dice el reportero, irónico hasta el espinazo, la norma del gremio, en realidad, una forma de aguantar los días. “¡Ya lo voy a enterrar yo, me lo voy a llevar a mi casa!”, añade. El otro le explica que ellos, encargados de recoger el cadáver, no pueden venir hasta que alguna autoridad preventiva, la policía local o estatal, la Guardia Nacional, dé el aviso. El periodista ya sabe todo eso. En realidad, su llamada es una queja de lo mal que está todo, para que un muerto pueda pasar horas así, al sol, sin que a nadie le importe.
70 culiacanazos: nadie sale
Solo hay cuervos en las mesas del restaurante de la señora Irma, en Altata. Dan saltitos, los pájaros, como esperando algo, restos de camarones, quizá, lo que sea que llevarse al pico. Pero no hay nada, porque nadie en Culiacán viene a Altata, la playa natural de los capitalinos, desde que empezó la guerra. “Yo un domingo tenía 70 y hasta 80 mesas”, dice la mujer, cuyo nombre verdadero no aparece aquí por seguridad. “Este último domingo fueron dos”. La tristeza de locales así, armados para contener multitudes hambrientas, cuando no se ve un alma... “Antes tenía a 15 personas trabajando, ahora vienen dos los fines de semana”, dice ella, melancólica.
La situación es grave. Solo en Altata hay 45 restaurantes como el de Irma, que ahora no tienen más clientes que los cuervos. Luego están los pescadores, los vendedores ambulantes, toda una economía mediana que da de comer a cientos de familias y que ahora se tambalea entre el miedo y las balas. La batalla entre Mayos y Chapitos empezó a principios de septiembre, con enfrentamientos y bloqueos en todo Culiacán, la primera ronda masiva de refriegas en la ciudad, que dejó al turismo muy al final de la lista de prioridades locales. “Es una injusticia lo que están haciendo”, dice la mujer. “Pensábamos que iba a durar 15 días, como otras veces, pero no. Son como cucarachas”, añade, refiriéndose a los criminales, “los dejaron crecer y mire”.
Aquellas batallas se reproducen cada día en Culiacán y alrededores. Como una plaga. Y a cada casa quemada, cada masacre, cada tiroteo en las calles, la gente recuerda la gran traición del verano, cuando uno de los hijos del Chapo, Joaquín Guzmán López, entregó al Gobierno de Estados Unidos al Mayo Zambada, su padrino y el viejo socio de su padre. Eso ocurrió a finales de julio. Detalles de la entrega al margen –y unas cuantas corruptelas de por medio, que apuntaron incluso al gobernador, Rubén Rocha– la guerra se fue gestando en las semanas siguientes, con asesinatos aquí y allá, pero no fue hasta principios de septiembre, cuando el volcán entró en erupción en Culiacán.
La señora Irma cuenta que, como ha ocurrido en otras guerras —la que sostuvieron Los Chapitos con la facción de Dámaso López, viejo aliado de su padre, en 2016; la escisión original, la batalla entre El Chapo y los hermanos Beltrán Leyva, allá por 2008— la gente en Culiacán se ha organizado para ayudarles. Clientes de los restaurantes de Altata han formado caravanas para ir todos juntos a la costa, a 40 minutos de la ciudad, un coche detrás de otro, como los pioneros europeos en los Estados Unidos del siglo XIX, una forma de protegerse entre todos. Lo hicieron el domingo pasado, pero un tiroteo en La Bandera, un pueblito a mitad de camino, les espantó y dieron la vuelta.
En Culiacán, la economía sufre también. El chef Miguel Taniyama es uno de los pocos que ha levantado la voz, exigiendo una solución a las autoridades. Con 38 años de experiencia en el sector hostelero en la capital, los sucesos de estas semanas y, en general, de los últimos cinco años, han empequeñecido su negocio. Antes tenía cuatro restaurantes en Culiacán, ahora solo uno, y sin turno nocturno. “La gente a partir de las 19.00 ya no viene”, explica. En declaraciones estas semanas a la prensa, los empresarios de Sinaloa han calculado el daño económico de estos meses en 18.000 millones de pesos, unos 800 millones de euros, además de la pérdida de miles de empleos.
No han sido tiempos fáciles para la región. En 2019, México atendía hipnotizado al intento fallido de captura de otro de los hijos del Chapo, Ovidio Guzmán, en Culiacán. Militares llegaron a su vivienda e intentaron detenerlo, pero la salvaje reacción de su gente, que bloqueó avenidas y atacó a los soldados en diferentes partes de la ciudad, obligó al Gobierno a recular. Los vídeos de aquel día, que la gente tomó con sus celulares, impresionan, decenas de camionetas con gente armada recorriendo la ciudad a plena luz, tiroteando a soldados, presos escapando masivamente de prisión… Un operativo digno de un ejército regular. Ovidio Guzmán quedó libre y la gente, traumatizada. Tan es así, que el junior mandó componer un corrido, pidiendo perdón por “el culiacanazo”, nombre bajo el que quedó fijado el evento en la memoria colectiva.
Luego llegó la pandemia. Si bien en México el Gobierno no forzó a la población al confinamiento, la actividad menguó como el agua de las presas en verano, reduciéndose al mínimo. Y cuando todo parecía volver a la normalidad, un operativo militar, realizado en enero del año pasado, puso a Culiacán de nuevo patas arriba. En términos policiales, el operativo fue un éxito. Ovidio Guzmán, esta vez sí, acabó detenido. El Gobierno lo extraditó más tarde a Estados Unidos, pero la reacción de su grupo y del resto de sus hermanos el día de la captura sitió de nuevo la ciudad, con más bloqueos y balaceras. La población no se recuperaba aún del susto de aquello, cuando llegó la guerra de este año.
“Esto de ahora es como 70 culiacanazos”, dice Taniyama, que hace unos días preparó un enorme aguachile en el centro de Culiacán, para tratar de levantar el ánimo a la ciudad y visibilizar la tragedia de la rica escena de bandas musicales locales, desocupadas estos días, sin fiestas que amenizar, instaladas en esquinas y cruces de calles, pidiendo la voluntad a los automovilistas. “El que tiene dinero se ha ido y el que se queda, no tiene, entonces, la economía”… El chef no acaba su frase. Un par de lágrimas asoman por sus ojos, como si hubiera abierto una puerta y viera todo el horror, concentrado, de golpe. “Ver tanta negatividad te tumba”, añade.
Todo esto sucede, las charlas con Taniyama, con Irma, mientras el crimen sigue sembrando de muertos la ciudad. Miles de vecinos de Culiacán se han suscrito a canales de WhatsApp donde los administradores cuelgan información y propaganda de lo que (supuestamente) ocurre. Mientras Taniyama habla, llega, por ejemplo, la imagen de un cuerpo medio quemado, aparecido a cinco minutos de su restaurante, en Isla Musala, en la ribera del río Tamazula, una zona rica, en expansión. Es el mismo paraje donde el gobernador, Rubén Rocha, salió a pasear a inicios de septiembre, en los primeros días de guerra, paseó que compartió en sus redes.
El vídeo del mandatario, de apenas 10 segundos, parecía una forma de mostrar que los enfrentamientos a balazos del día anterior, que dejaron dos militares heridos, bloqueos en varias zonas, la suspensión de clases y una sensación de terror generalizada, eran cuestiones pasajeras. La insistencia estos días para entrevistar al gobernador Rocha, o al secretario de Seguridad estatal, Gerardo Mérida, han recibido una amable y constante negativa, en forma de frases tipo, “deja le insisto”. Al final, ni uno ni otro se han sentado a hablar con este diario.
Policías y policías
Solo unos pies se salvaron del fuego. Dos, concretamente. Reinalda Pulido, cabeza de uno de los colectivos de familiares de personas desaparecidas del centro de Sinaloa, los custodia. “Es que antes de que mi hijo desapareciera, le compré unos huaraches como esos, cruzados”, señala, mirando los restos de la hoguera. Neto, su hijo, lleva cuatro años desaparecido. “Fue a comprar tortillas, llegó una patrulla de la municipal y se lo llevaron. Yo conseguí 10 cámaras de seguridad que lo prueban y además apareció una testigo que reconoció la foto de él y dijo que la policía estatal había participado también. Pero la fiscalía ha desaparecido toda esa información”, explica.
Todos implicados, policía estatal, municipal, fiscalía… El caso Pulido ilumina los nudos de complicidad criminal en Sinaloa. Policías que trabajan con, para o como criminales. Su historia refleja otras escuchadas estos días, siempre con agentes de por medio. Pero el problema es mayor. Los ataques contra las corporaciones han sido igualmente una constante en estos meses de guerra. Este viernes, por ejemplo, criminales atacaron dos patrullas de la estatal en la capital. Las autoridades políticas tratan de encontrar soluciones inmediatas, para imponer la percepción de que mantienen el control y que la situación mejorará. Pero como en cualquier tema, las cosas no son tan fáciles.
“Yo llevaba más de 20 años en la corporación”, dice el policía. La charla transcurre en el patio de su casa. En la tele, un predicador muteado habla con gestos muy seguros de cuestiones celestiales. Por la calle, de tierra, pasan perros solitarios de vez en cuando, algún niño. “Tenía vocación, la cosa es que los ascensos, casi todo el tiempo, es por conocidos. O sea, la convocatoria por ascender la hacen, pero funciona como le digo”, argumenta. El agente, que pide mantener su identidad bajo resguardo, protesta por su despido de la policía de Culiacán, que considera injusto. A mediados de noviembre, cuando faltaba ya poco para su retiro, le dieron de baja por “no acreditar los controles de confianza”. El agente concluye: “A mí se me hace que el jefe debía entregar números. ¿Hay que correr a 150, a 200? Córranlos”.
Fue una de las noticias de las primeras semanas de la guerra. A finales de septiembre, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) intervino la policía de Culiacán. Desarmó a sus más de 1.000 policías, con la excusa de revisar pistolas y fusiles, alimentando las sospechas de corrupción sobre la corporación. Con el paso de las semanas, el Gobierno estatal anunció que los agentes serían sometidos a controles de confianza entre finales de noviembre y principios de diciembre, en las instalaciones de la Sedena, en Ciudad de México. También dijo que alrededor de 100 agentes habían preferido no someterse a los controles. La sugerencia, evidente, es que los que se negaban seguramente escondían algo y, por tanto, era mejor que dejaran la secretaría.
Después de mostrar sus credenciales, su licencia de armas y su historial, el policía anónimo asegura que a él le metieron a la fuerza en ese grupo de 100, que nunca se negó a realizar los controles de confianza –”hasta ya había metido mis papeles”– y que si le dieron la baja fue para ahorrarse el dinero de la jubilación. La coyuntura, explica, favorecía movimientos así por parte de la policía local. Su experiencia no es única. Al cabo del rato llega a la casa un compañero en situación similar. Este último llevaba algo menos de 20 años en la corporación, pero desde hacía cuatro pasaba mucho tiempo de baja médica. “Es por unas amenazas que recibí”, explica, sin dar más detalle. Desde entonces, el agente necesita tomar ansiolíticos todos los días. Y ahora le han despedido por el mismo motivo que al primero: los controles de confianza. Más que corrupción, los dos encajan perfectamente en la imagen de juguete roto, con sus heridas de guerra, físicas y mentales.
Uno de los problemas de esta guerra es el clima de sospecha instalado sobre todo y todos. No es que no haya policías corruptos en Culiacán, los hay. Incluso es posible que los dos de arriba lo sean. Pero es un problema que trasciende a la corporación local y que atañe a la policía estatal y la fiscalía. Las sospechas de corrupción opacan además otras partes del asunto, la cantidad de ataques que se registran contra agentes de todo ámbito, en esta guerra y las anteriores. Solo en las últimas semanas de noviembre, el subdirector de la policía local, Benjamín Villarreal, fue asesinado a balazos en una cafetería en Culiacán. Días más tarde, la familia de un comandante de la estatal, Francisco Verástica, denunció su desaparición. El cuerpo del agente apareció poco después. Le habían clavado una cartulina con un cuchillo en el tórax. En la cartulina había un mensaje, que decía: “Dejen de traer dos cajas y si agarran un marrano no lo suelten. Todo sale, faltan más”.
El mensaje denunciaba que el comandante habría estado recibiendo dinero de las dos facciones en pugna del Cartel de Sinaloa, asunto que no se ha probado. Sea como sea, el crimen lee a las corporaciones como parte del juego bélico, más allá de las peculiaridades de cada agente. Aunque a veces, las sospechas se confirman. El caso más evidente apunta a la gran traición de julio, cuando Joaquín Guzmán López secuestró al Mayo Zambada en Culiacán, y lo llevó a Estados Unidos en una avioneta. Fue todo muy confuso, pero con el paso de los días quedó claro que la Fiscalía del Estado había tratado de ocultar parte de lo ocurrido ese día, como las circunstancias del asesinato de un influyente político local, Héctor Cuén.
La dependencia señaló que Cuén, antiguo alcalde de la ciudad y diputado federal, había muerto asesinado la noche anterior al secuestro, en una gasolinera, en un intento de robo, pero El Mayo Zambada, primero, en una carta enviada ya desde la cárcel en EE UU, y la Fiscalía federal, después, corrigieron y dijeron que Cuén había sido asesinado en el mismo lugar al que Guzmán López había convocado a Zambada, en Huertos del Pedregal, donde luego fue secuestrado. En su carta, Zambada mencionaba además a dos integrantes de su escolta, que le habían acompañado ese día. Uno era agente en activo de la fiscalía local y otro lo había sido años atrás. Los dos siguen desaparecidos.
La evidente implicación de la Fiscalía en este asunto refleja casos parecidos en el resto de corporaciones, algunos más evidentes que otros. En estos días, los canales de WhatsApp mencionaron varias veces un presunto grupo que funciona al interior de la policía local, Fuerzas Especiales Julieta, que trabajaba supuestamente para Los Chapitos. Un agente de la policía de investigación de la fiscalía local, que accedió a hablar en condición de anonimato, dice que grupos como ese existen, igual que existen en la misma fiscalía o en la policía estatal. “Uno trata de hacerlo bien, pero a veces topas con un comandante que no y pues no. Otras veces es el mismo policía el que llega y mira cómo sacar dinero”, señala.
19 muertos: Plan de Oriente
El sol declina sobre el ejido Plan de Oriente, un poblado al este de Culiacán, no muy lejos de Carrizalejo. La gente transita con aparente normalidad a orillas de la carretera, como si todo hubiera sido siempre tan tranquilo. Pero no lo ha sido. La noche del lunes 21 de octubre, militares mataron en una de estas casas a 19 personas, presuntos integrantes de un grupo criminal, y detuvieron a su jefe, Edwin Antonio Rubio, alias El Max o El Oso. No hubo heridos. El Gobierno informó de lo ocurrido como si fuera cualquier cosa. Como si la prensa no hubiera divulgado, justo por esos días, un video de un evento en Culiacán, en que soldados parecían perdonarle la vida a un muchacho, en plena calle, solo porque uno de los uniformados se daba cuenta de que los estaban grabando.
El chorro de novedades de la guerra sepultó pronto lo sucedido en el ejido. Nadie lo cuestionó. El Gobierno de Claudia Sheinbaum apenas empezaba, un nuevo equipo de seguridad se ponía al frente de los controles y las cosas en Culiaćán no estaban para reflexiones sesudas. Pero el operativo revelaba varias cosas. Por un lado, sugería un cambio de dinámica en los operativos militares y de la estrategia de seguridad en general, reorientada, al parecer, a postulados de mano dura. Y por otro, exigía una explicación a la enorme desproporción entre el número de muertos y heridos, 19 a 0, resultado que cualquier académico que haya estudiado el desempeño militar en tareas policiales, estaría colocando en lo más alto de su lista de ejemplos a analizar.
La guerra en Culiacán tiene este tipo de efectos. Las fronteras entre lo aceptable y lo execrable se difuminan. Las jerarquías colapsan, las rutinas se pulverizan. La gente de repente se informa por canales de WhatApp y consume fotos de muertos como vídeos de Tiktok, siempre a la espera de otro, de uno más, del siguiente. Han pasado cosas en estos meses en la ciudad que, en otras condiciones, habrían generado, al menos, algo de debate, una pequeña conmoción. Pero la guerra traga, en un constante ejercicio circense, más restaurantes quemados, más casas vandalizadas, más cuerpos arrojados al espacio público. Con 30 o 40 actualizaciones al día, lo que ocurrió ayer por la mañana es pasado remoto.
Entonces, en medio de tanta cumbia mental, aparece el hombre de la gorra, en una de las calles del ejido. Hay árboles a su alrededor, casas también, y un piso de tierra. Su rostro tiene forma, sus ojos, color. Pero cualquier detalle que abunde en su identidad podría traerle problemas, así que se queda como el hombre de la gorra. Por el lugar del que viene, por las señas que han compartido los vecinos, podría saber algo de lo que ocurrió aquel día. Un perro le ladra y él se espanta. “Lo voy a tener que matar”, dice en un susurro casi inaudible. “Mire”, dice ante la avalancha de preguntas, “los carraquearon”. Y entonces levanta las manos y hace como que dispara con su fusil de mentiras, sobre una barda de mentiras.
El hombre de la gorra vive y trabaja cerca de la casa donde mataron a los 19, los límites entre las calles del ejido y un área amplia de campos de cultivo. “De pronto llegaron los boludos”, explica, en referencia a los helicópteros artillados del Ejército. Dice que los vio y escuchó desde su trabajo, el lunes 21 de octubre por la noche, y que, a la vez, vio soldados por la calle. Cuenta que se echó a correr para llegar a casa pero que, cuando vio que había soldados apuntándole, empezó a gritar que no disparasen. El hombre de la gorra consiguió volver a su casa. En el camino, dice, vio por lo menos a un militar con “una minimi”, una ametralladora capaz de disparar cientos de balas por minuto, tirando al grupo criminal por encima de la barda de la casa donde se escondían, sin mirar.
“Los otros tiraron también balazos, pero poquitos”, añade el testigo. También dice que, en realidad, a él le salvó su hijo, porque cuando empezó a gritar a los soldados que no disparasen, él dijo que tenía a un niño con él. Uno de los militares le pidió entonces una prueba: “Saca al niño”. Él lo sacó y así, piensa, se salvó. El perro le ladra de nuevo y él se espanta otra vez y hace como que agarra una piedra del suelo. “Ya me enredé, ya hablé mucho. No puedo hablar”, dice, con el perro en el rabillo del ojo. Y como ha llegado, se va.
Cinco semanas después de aquello, aún hay militares custodiando la calle que da a la puerta delantera de la casa. Cuando ven a los forasteros, cortan el paso y dicen que no se puede pasar. El teniente al mando dice que para ingresar, en caso de que se pueda, primero hay que preguntar a la Novena Zona Militar, cuartel general del Ejército en Sinaloa. Por la noche, el responsable de comunicación de la Zona dice que el Ejército no tiene resguardada ninguna calle en el ejido Plan de Oriente y que el paso es libre. Al día siguiente, para evitar problemas, la ruta elegida rodea por atrás el lugar de los hechos.
Por entre los agujeros de la barda perimetral de la parte trasera, aún se observan los restos de la matanza. Hay dos zonas principales con impactos de bala, dos paredes, una más cercana a la entrada y otra más escondida. En el suelo hay cobijas, restos de ropa y la jaula vacía de un perro. A diferencia de lo que decía ayer el hombre de la gorra –la historia de la minimi tiroteando por encima de la barda– los agujeros en las paredes sugieren más bien que los disparos se produjeron de frente, y no desde arriba de la barda principal, que habría obligado a los soldados a tirar en diagonal. La falta de explicaciones oficiales sobre lo ocurrido alimenta la incertidumbre y el hombre de la gorra ya no aparece por ningún lado.
Ya de vuelta, en la noche lunar de Culiacán, tan extraña y silenciosa, el agente de la fiscalía local mencionado arriba, el que hablaba de las corruptelas en los cuerpos de seguridad, dice lo que sabe sobre este caso. La fiscalía local solo intervino en apoyo de la federal, pero aún así… “Los fusilaron”, dice sin duda alguna. “Pero ellos también tiraron”, añade, en referencia al grupo criminal, que el Gobierno ha vinculado con El Mayo Zambada. “La cosa fue así, los guachos”, dice, en alusión a los militares, “llegaron por tierra, por una llamada anónima, y cuando vieron a lo que se enfrentaban, pidieron apoyo aéreo. Entonces llegó el boludo. Los del Max le tiraron al boludo, pero luego se rindieron y ahí les fusilaron”, explica.
Es difícil entender qué pasa, cómo encaja cada uno de los hechos narrados, la muerte de los 19, el tiroteo en La Bandera, los policías asesinados, los cuerpos encontrados aquí y allá, en el movimiento, la lógica y las dinámicas de los bandos enfrentados, autoridades incluidas. El veterano político local mencionado en la primera parte señala que la facción del Mayo ha ido rodeando Culiacán estos meses. “Toda la pelea ha sido en el área de Los Chapitos. Cuando se dieron los culiacanazos, el grupo del Mayo pudo darse cuenta de dónde salieron los apoyos de ellos. Ahora, lo que han hecho es aislar esos espacios, El Dorado, Cosalá, San Ignacio, Elota, Mazatlán”, todo poblaciones de la zona sur. “El objetivo es evitar que lleguen refuerzos a Culiacán”.
Tanto él, como el agente de la fiscalía, igual que varios periodistas consultados estos días, coinciden a grandes rasgos en el diagnóstico. El agente de la Fiscalía dice que “los Chapitos ya no tienen jefes de pistoleros”, tras la muerte de Raúl Carrasco, alias Chore, en otro enfrentamiento con el Ejército, al sur de Culiacán, en junio, y la captura, hace un año, de su jefe de seguridad, Néstor Pérez, alias Nini. “Lo del Max no fue tan importante en cambio para Los Mayos. Tienen a 20 así, uno por cada pueblo”, zanja.
Cinco muertos: agronomía
La señora Irma se ha puesto a ver su Instagram en Altata. En las stories, ha aparecido un texto que ha escrito una de sus meseras, que vive en La Bandera, donde hubo tiroteos cuando una caravana de vecinos de Culiacán trataba de llegar a la costa para comer. “Tener que evacuar tu casa por narco pandemia”, escribe. “Tengo miedo (…) Ya no son solo las detonaciones por arma de fuego, están pasando a nuestras casas a revisar que no haya personas que no sean integrantes de la familia, revisan la privacidad de los celulares y están pidiendo que nos mantengamos normales. ¿Cómo mantenernos normales ante esta situación? (…) Los del Ejército solo entran unas horas al rancho y se retiran, mientras que en la noche es un caos, una pesadilla”, zanja.
Da que pensar. Sobre ese régimen de terror impuesto por la guerra, sobre la evidente incapacidad de las autoridades para cambiar las cosas o para no empeorarlas… En un informe reciente del Sistema de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes del Gobierno del Estado, los autores recogen frases de menores de 15 años, algunos de nueve y 10, tras el segundo culiacanazo, cuando los militares detuvieron a Ovidio Guzmán en Jesús María, una comunidad media hora al norte de Culiacán. Fue un operativo al más puro estilo Hollywood, con helicópteros artillados y soldados en columna de asalto. Van algunas de las frases: “Me gustaría que repararan mi casa porque el helicóptero le hizo hoyos al techo”; “Quisiera que hubiera más policías, más seguridad y desaparezca todo lo malo”; “Que se vayan el Ovidio Guzmán y los malandros”; “Que se vayan los militares porque los niños y niñas los ven y se ponen a llorar”.
El instagram de la señora Irma se cuela de vuelta en la conversación horas más tarde, por otra de las imágenes que ha enseñado, la foto de una ficha de búsqueda de un muchacho que desapareció la noche anterior. No había muchos detalles, solo su nombre, Kevin Horacio Acosta, de 31 años, una foto y un número de teléfono con lada de Navolato, entre la ciudad y la playa. El número da señal y enseguida contesta un señor, que se presenta como Horacio Acosta, el padre del desaparecido. Dice que está en la sede de la Fiscalía y que sí, que podemos llegar y hablar con él. Media hora más tarde, ante una segunda llamada, el señor explica que se ha movido a las oficinas del Servicio Médico Forense (Semefo), a dos cuadras, todo en las afueras de Culiacán.
Hay mucha gente en el Semefo esta tarde, entre familiares de personas fallecidas, funcionarios y trabajadores de funerarias. Horacio Acosta no integra ninguno de los grupos, al menos de momento. Está sentado en una banca con los de las funerarias, aunque no habla con ellos. Cuenta entonces que es maestro desde hace 35 años, que tiene cuatro hijos y Kevin es el mayor, que forma parte de la Central Mexicana de Alcohólicos Anónimos y que todos los días asiste a las reuniones de su grupo, en Navolato. “Yo anoche llegué a casa a eso de las 9.15, después de la reunión”, cuenta. “Mi esposa me dijo que Kevin se acababa de ir. Casi todos los días él venía”, añade. El hombre quería hablar con su hijo y pedirle que le recomendara un mecánico. Su carro “andaba fallando”.
En esas estaba, pensando si le llamaba o mejor lo dejaba para el día siguiente, cuando llegó su nuera, Pamela. “Mi otro hijo le abrió. Ella entró corriendo y ya empezó a gritar, ‘¡suegro, suegro, se llevaron a Kevin!”. Pamela relató que, minutos antes, cinco hombres encapuchados, armados, habían llegado a su casa, habían saltado la barda y habían empezado a romper las rejas y los cristales de las ventanas, exigiendo entrar. Ellos, pensando que igual así se calmaban, abrieron. Los hombres entraron y les sometieron. La pareja tenía con ellos a su bebé, de cuatro meses. “Esculcaban todo”, explicaba Pamela, “buscaban armas”. Los asaltantes tomaron las llaves del carro para buscar armas allí también, pero como tampoco encontraron, las arrojaron al interior de la casa. Pamela tardaría horas en encontrarlas, en medio de tanto desorden.
Minutos más tarde, los hombres se fueron y se llevaron a Kevin con ellos. Después de escuchar todo aquello, Horacio Acosta llamó al 911 y contó lo que había sucedido. El operador le instó a acudir a la Fiscalía al día siguiente para presentar la denuncia formalmente. Mientras tanto, la familia publicó la ficha de búsqueda en sus redes sociales. En la mañana, el plan era ir a la Fiscalía, pero a eso de las 9.00 recibieron la llamada de una funeraria, preguntando si acaso su hijo no sería uno de los cinco cadáveres que horas antes habían aparecido en la Facultad de Agronomía, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, en la ciudad. Acosta y su esposa corrieron al Semefo, con los de las funerarias. Vieron las fotos que les mostraron. “Yo no sabía si era o no, mi esposa decía que no”, dice el hombre.
Las fotos. Cinco cuerpos tirados, alguno con el pantalón bajado, arrancados de su dignidad. Eso vieron Horacio Acosta y su esposa. Impactados, olvidaron ir a la Fiscalía y volvieron a Navolato. No estuvieron mucho en casa. “A la una volvimos, para preguntar por esos cuerpos, pero nos dijeron que iban a tardar en identificarlos”. Entonces decidieron esperar de vuelta en el Semefo.
Antes de que el señor Acosta empezara a narrar los hechos, su esposa ha entrado a la morgue, a ver si el joven es uno de los cinco. Y justo ahora, la mujer sale por la puerta del centro y se queda viendo a su marido, con la mirada perdida. Acosta calla de pronto y la mira de vuelta; tarda unos segundos en reaccionar. Camina hacia ella y, antes de que se digan nada, los dos rompen a llorar, y son aullidos lo que se escucha, una cosa tan íntima y a la vez tan terrible, tan definitiva, que nadie dice nada más, ni se hacen más preguntas, ni hacen falta más respuestas.
“¡Cómo le llamamos a esto!”, grita el hombre, un edificio derrumbándose allá en medio. “¿Cómo voy a vivir así? ¡Con odio!”, escupe. “Esta guerra va a acabar con todos, con muchas familias, está dejando muchos huérfanos”, solloza. Luego ya solo son abrazos, palabras deshilachadas, una despedida callada. Al cabo del rato, fuera ya del Semefo, los canales de whatsapp vomitan su propia parafernalia informativa. En varios han colgado un vídeo donde aparece, supuestamente, otro de los cinco muertos de agronomía, un muchacho con playera azul, golpeado, disfrazado a la fuerza con un sombrero y las letras “MF” pintadas en la cara, en referencia al Mayito Flaco, uno de los hijos del Mayo Zambada, punta de lanza de su facción. Sus captores le preguntan por el asesinato de unos policías de Navolato. Él da nombres, pero ninguno de los que da es el de Kevin.
La segunda parte de ese video de adoctrinamiento criminal muestra unos cuerpos en la oscuridad. Parece que están tirados en el suelo, pero aún se mueven. De parte de los que graban, alguien empieza a disparar. El resplandor de las explosiones permite ver los hierros de la barda de la facultad de Agronomía. La escena final de la cinta cambia de nuevo el tono y enfoca una cartulina con un mensaje: “Para los que sigan queriéndose meter a Culiacán. Atte: La Chapiza”.