Sheinbaum, ¿jefa de Estado o militante de Morena?
Partido, movimiento y fuerza política; una trinidad atada por una conducción, la de Claudia


¿Quién manda en Morena? ¿Alguien manda? La respuesta inmediata sería Claudia Sheinbaum, en su calidad de heredera del bastón de mando del movimiento y presidenta del país. En este espacio he sostenido que el peso de las decisiones dentro de esta fuerza política lo lleva ya Sheinbaum, como resultado de la inercia del presidencialismo en nuestro país, la popularidad que ha conseguido y la capacidad de liderazgo mostrado, en particular en su relación con empresarios y en las controversias con Donald Trump. Los críticos seguirán sosteniendo que López Obrador mantiene el control, y seguramente lo pensaron al principio algunos cuadros de Morena, pero la determinación del tabasqueño de mantenerse al margen ha sido cumplida a rajatabla. Lo pondrá en duda una parte de la opinión pública, pero gobernadores, funcionarios y dirigentes dentro de la 4T lo tienen claro.
Sin embargo, también hay que recordar que con frecuencia ella suele deslindarse de Morena, el partido, cada vez que algún reportero inquiere sobre candidaturas, irregularidades o declaraciones de dirigentes. Como jefa de Estado no puede, simultáneamente, asumirse como líder de un partido con el que se identifican muchos de sus gobernados, pero no todos. No obstante, en la práctica, es ella en última instancia el referente a consultar en las decisiones claves que vaya a tomar el partido, aun cuando no se trata de un involucramiento cotidiano ni mucho menos. Entre otras razones por motivos prácticos; no hay tiempo en medio de las ocupaciones que exige Palacio Nacional, ni ganas de que reuniones o instrucciones se conviertan en un escándalo mediático.
Y aquí habría que hacer una precisión sobre los distintos significados que entraña lo que llamamos Morena. En realidad, es una trinidad. Se trata sí, de un partido y a la vez de un movimiento político y social, pero también designa a la fuerza política que ha tomado el control de los poderes ejecutivo y legislativo y buena parte de las gubernaturas. Se entiende que el partido es el vehículo orgánico, la estructura diseñada para definir temas de membresía, estatutos, competencia electoral. Otra cosa es el movimiento con sus corrientes, la historia de su trayectoria, sus idiosincrasias y banderas, muchas de ellas con distintos énfasis regionales. Y luego están los gobiernos de la 4T, formados por cuadros relacionados con Morena de manera muy disímbola. Muy estrecho en el caso de los servidores de la Nación, al grado de que con sus chalecos guinda parecerían extensiones del partido político; pero en relación muy vaga con otros protagonistas de primer nivel como gobernadores provenientes de otros partidos y funcionarios (sobre todo en el gabinete económico).
Partido, movimiento y fuerza política; una trinidad atada por una conducción, la de Sheinbaum, legitimada entre otras cosas por la abdicación de López Obrador, la transmisión del mando, y luego ganada a pulso en las urnas.
La clave para entender hasta qué punto el liderazgo reside en Sheinbaum, está en el segundo elemento de esta trinidad: la dirección del movimiento político y social; es decir, el bastón de mando o, para ponerlo en términos políticos teológicos, la relación con “el pueblo”. El verdadero soberano en la cosmogonía del llamado “humanismo mexicano” es la voluntad del pueblo. El tema es quién detenta el monopolio o la licencia para interpretar en qué consiste la voluntad o el interés del pueblo. Hoy es Claudia Sheinbaum, como antes lo fue López Obrador.
A cinco meses de iniciado el sexenio, ni gobernadores, ni coordinadores legislativos de Morena, ni los dirigentes del partido se atribuyen la potestad de definir lo que quiere el pueblo o el rumbo a tomar para responder a los intereses del pueblo. Eso lo lleva quien detenta el bastón de mando.
En la mañanera, la presidenta ejerce estas dos funciones de la trilogía: conduce la fuerza política acuerpada en el Estado y, a la vez, dirige al movimiento político e ideológico en su conjunto. El reto para Sheinbaum es mantener la pulsión de un movimiento y proyecto de nación y, al mismo tiempo, acordar con empresarios y otros actores la necesidad de puestas en común, por encima de las diferencias. López Obrador necesitó la polarización para terminar de conquistar el poder político; no es el caso de Sheinbaum que ya lo tiene. Requiere conservarlo, sí, y de allí los pronunciamientos militantes ocasionales. Pero la prioridad es hacer algo mucho más trascendente con ese poder y para conseguirlo necesita crear miles de empleos dignos. Es decir, inversión pública y privada; en una palabra, despolarizar. De allí la necesaria distancia con el partido para ser percibida como Jefe de Estado por tirios y troyanos.
Por otra parte, el partido tiene la función de ser el mercado bursátil, por así decirlo, en el que se cotiza el peso de distintas corrientes políticas y regionales, para efectos de competir electoralmente. Solo en casos decisivos o trascendentes se requiere la intervención de una mano por encima de esas corrientes.
La incorporación de Andrés López Beltrán a la secretaría de organización de Morena ha sido interpretada por algunos como una especie de liderazgo alternativo o paralelo. No es así. El joven tendrá un espacio para moverse, pero el manejo del poder, la relación “con el pueblo” está definida en Palacio. Frente a los retos que se vienen encima el peso de Sheinbaum seguirá afirmándose a medida que avance el sexenio. Más allá del símbolo que representa ser el hijo de López Obrador, algo que ningún morenista desea incordiar, la “obradorista número uno” es Claudia; es ella quien lleva la estafeta y no escatima reconocimientos al legado del fundador. Su mérito reside en hacer eso, al mismo tiempo que introduce el segundo piso, los muchos ajustes que requiere la 4T para hacerse eficiente y moderna.
Por ahora el protagonismo de la presidenta en el partido es mínimo. Y tampoco se ha requerido. Pero cuando inicie el proceso de selección de candidatos para las posiciones de primer nivel, gubernaturas sobre todo, las altas esferas tendrán que definir el tipo de perfiles, las alianzas que se necesitan y el costo de asumirlas, la valoración de popularidades, capacidades y lealtades. Tras las duras experiencias sufridas con candidatos presuntamente atractivos, pero pésimos funcionarios públicos, Palacio Nacional buscará afinar criterios. Será una interesante coyuntura para saber hasta donde extenderá el bastón de mando. En su calidad de dirigente del movimiento, “traductora de la voluntad del pueblo”, es la responsable de aterrizar una noción del proyecto de país por el que lucha su fuerza política, y eso incluye a los candidatos con los que va a gobernar.
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