Teuchitlán
El campo de exterminio exhibe la disponibilidad de las personas por las delincuencias y por el contubernio de las autoridades encargadas de protegerlas


Teuchitlán es ya muchas cosas. La cicatriz viva de la brutalidad y la normalización. De la brutalidad normalizada. De macabros aconteceres en nuestro presente transformado, realizados en los márgenes de las urbanizaciones y en el centro de una vida rural tenida como limpia, cuando no de plano pura. En un espacio rodeado de civilización y aparente civilidad se realizó la leva de hombres jóvenes para ser incorporados a la lucha armada que a diario acometen las organizaciones criminales entre sí o con el Estado.
El drama comienza con la precariedad social y económica que fuerza a buscar un trabajo también precario. Al sometimiento a ofertas ambiguas y carentes de regulación por descuido, corrupción o pertenencia. A la engañosa contratación sigue el reclutamiento forzado. El sumergimiento en un mundo de violencia sobre los cuerpos y las mentes, preparatorios de la lucha contra los adversarios. A los levantados se le impondrán jornadas de dominación sobre su voluntad y dignidad. Se les preparará para resistir y para vencer en algo que no entienden ni desean. Se les privará del raciocinio y la condición humana hasta llevarlos al dilema final de matar o morir. Pero antes hay algo más que tiene que ser nombrado.
Teuchitlán exhibe la disponibilidad de las personas por las delincuencias y por el contubernio de las autoridades encargadas de protegerlas. En la mecánica del campo de entrenamiento se clasifica a los hombres entre “aptos” y “no aptos” para el servicio a desempeñar. Se ejerce la competencia de decidir entre quienes se puede prescindir y quienes pueden vivir provisional o transitoriamente.
Teuchitlán se ha comparado con los campos nazis. Las prendas y objetos personales recuerdan la mezquina acumulación de elementos para alimentar su maquinaria de guerra. Auschwitz, Mauthausen o Treblinka no son memoria por los objetos arrancados. Están en ella por la disponibilidad para separar a los recién llegados como “aptos” y “no aptos”. Una distinción originaria que determinaba lo que se viviría de ese punto en adelante.
Como en Dachau o Ravensbrück, el primer acto de dominación era diferenciar por la instrumentalidad al proyecto. Los “aptos”, para realizar faenas propias de su condición. El resto para acudir a su disolvente cremación. En Teuchitlán sucedió lo mismo. Los “aptos” para lo militar debían ir a combate hasta perecer en él. El resto era prescindible por su disponibilidad originaria, igualmente disoluble en la cremación.
Teuchitlán no es un lugar aislado ni un caso único. Claudio Lomnitz lo ha descrito como una operación regular y —en su triste sentido— instrumentalmente funcional. La lucha entre las organizaciones criminales y sus connivencias con las estatales ha generado un modelo de despersonalización de hombres jóvenes. Una funesta fábrica de guerreros sacrificiales designados así por quienes pueden disponer de ellos y mantenerse impunes de sus decisiones.
Teuchitlán significa lugar dedicado a la divinidad. ¿Tal coincidencia semántica nos debe llevar a suponer que nuestros jóvenes no tienen más esperanza que ser sacrificados a quienes se asumen como nuevos dioses? A quienes como delincuentes o autoridades pretenden ser divinidades entre nosotros.
@JRCossio
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