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Columna
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Marginados habituales

La crisis del coronavirus está siendo pródiga en muestras de deshumanización: de la cosificación de los presos en El Salvador, a la discriminación redoblada de minorías y colectivos ya señalados. La pandemia como coartada

María Antonia Sánchez-Vallejo
Varios pandilleros hacinados en una celda en la cárcel de Izalco, en El Salvador.
Varios pandilleros hacinados en una celda en la cárcel de Izalco, en El Salvador.JOSE CABEZAS (Reuters)

Como ganado. Carne fresca estabulada en celdas, seres alienados de por vida, solo números, como reses marcadas con tatuajes: la ofrenda necesaria para un sacrificio. Las imágenes de los pandilleros hacinados en las prisiones de El Salvador que esta semana ha difundido el Gobierno –plásticamente tan arteras que podrían pasar por uno de esos montajes del artista Spencer Tunick- serán una foto fija de la crisis del coronavirus, pues reflejan el impudor de algunos dirigentes mundiales, amparado en la coartada o el pretexto –cuando no la agravante- de la pandemia.

Cuesta imaginar que esta tragedia nos vaya a hacer mejores. El presidente Bukele queda retratado por institucionalizar la barbarie al dar la orden, basada en el estado de excepción, de disparar a matar a los miembros de las maras, cuya atroz violencia, cierto, socava los cimientos del Estado, pero cuya razón de ser está tan embebida en las dinámicas de poder del país y la región como el caudal de sangre que hacen correr desde hace décadas.

No es solo el salvadoreño. La nómina de políticos y dirigentes que esgrimen el coronavirus como añagaza para discriminar hasta la cosificación a los marginados habituales -minorías, clases abismadas, parias de toda índole- está bien nutrida. “Es hora de desarmar a la chusma”, reclamaba hace días la ultra francesa Marine Le Pen en referencia a los jóvenes de las ‘banlieues’, cuya marginación sistemática –por estructural- el confinamiento solo ha contribuido a exacerbar. Como si las revueltas de esos jóvenes que algunos calificarían de racializados –un palabro que solo subraya su condición de sujetos pasivos- no hubieran existido antes de la crisis, ni fueran a dejar de reproducirse tras ella, porque las ‘banlieues’ son una excrecencia del sistema.

Hay muchos más ejemplos de impudicia en circunstancias excepcionales como estas, en las que es más fácil y hasta más perentorio hallar chivos expiatorios de las fallas del sistema. Un caso preclaro es el empecinado rechazo a acoger a los nuevos y malhadados ‘boat people’, esos rohinyás a la deriva por los mares de Malasia y el sur de Tailandia, y a los que ambos Gobiernos parecen dispuestos a sacrificar, impidiendo su desembarco para, dicen, evitar contagios. O la congregación musulmana identificada –y demonizada- como presunto foco del virus en la India: los sospechosos habituales. También las minorías religiosas de Sri Lanka, a quienes se humilla aún más al imponerles la cremación, práctica que conculca sus preceptos (y pese a que la OMS no ha desaconsejado las inhumaciones para los muertos por coronavirus).

La pandemia ya se basta por sí sola para discriminar entre clases y colectivos (los afroamericanos y los latinos como principales víctimas en EEUU, al igual que los habitantes de los barrios obreros de Madrid), como para exorcizarla sumando más guetos a la miríada de ellos existente, mientras los derechos humanos se escurren por el sumidero de la historia.

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