Darlington Hall y el doctor Melchior
No solo lo tengo por recomendable a la novela de Ishiguro, misteriosamente es también un opúsculo de filosofía moral
La cuarentena me ha puesto de rodillas ante las poquitas cajas que, hace tiempo ya, llegaron de Caracas con una ínfima pero entrañable parte de mi corta biblioteca. Permanecían cerradas pero el cierre temporal de la Biblioteca “Luis Ángel Arango” de Bogotá me llevó a hurgar en ellas. Y he topado de nuevo con el austero y puntilloso Stevens, el mayordomo de Darlington Hall, y con John Maynard Keynes.
Gracias al amigable pasadizo de Lo que queda del día (1989), la novela de Kazuo Ishiguro, escritor británico ganador del Premio Nobel en 2017, he releído por tercera o cuarta vez El doctor Melchior, enemigo derrotado, ejemplar crónica escrita por Lord Keynes.
El motivo fue la alusión a Lord Keynes que de pasada hace Stevens, el narrador de Ishiguro, como una de las celebridades que solían visitar Darlington Hall en su época dorada de entreguerras. El año es 1956 y Stevens, el mayordomo solterón, es alentado por Mr. Farraday, el nuevo propietario de la mansión Darlington, donde ha trabajado durante más de treinta años, a hacer un viaje en automóvil.
Farraday, acaudalado y culto caballero americano, ofrece a Stevens su flamante Ford “Victoria” ’55 para sus vacaciones, las primeras que toma en tres décadas.
La gira le permitirá visitar a la señorita Kenton, su amor secreto desde hace treinta años, quien ha enviudado recientemente y a quien Stevens, por timidez y cortedad, jamás confesó su amor mientras trabajaron juntos en Darlington Hall. Ishiguro logra mantenernos en vilo con la promesa de un romance de la tercera edad.
La novela se ofrece como las meditaciones que Steven escribe en retrospecto durante ese viaje de pocos días por los condados de Dorset, Devon y Cornwall.
Sencilla estrategia narrativa, mas sólo en apariencia, pues es su soberbia ejecución lo que transmuta en materia novelesca los profundos cambios que el siglo XX obró en la sociedad inglesa, desde la “entreguerra” conservadora y sus tortuosos años veinte hasta el cénit laborista de posguerra, en plena Guerra Fría, ya en el umbral de los años sesenta.
El ficcional Lord Darlington, igual que su amigo Lord Keynes, reprueba las onerosas condiciones que el Tratado de Versalles impuso a la vencida Alemania. Pero ahí terminan las afinidades: Lord Darlington es un “criptonazi” que alienta y financia a las camisas negras de Oswald Mosley, el fracasado político fascista inglés.
Como sabe el lector, Lord Keynes se hizo célebre tras la publicación en 1919 de Consecuencias Económicas de la paz. Nadie como él vaticinó con mayor claridad y perspicacia las nefastas consecuencias del Tratado de Versalles.
De aquella época, cuando Keynes llegó a Versalles formando parte de la delegación británica, data El doctor Melchior, aunque no fue publicado sino hasta 1972 por la Royal Economic Society. Junto con Mis primeras creencias, fue escrito originalmente para ser leído ante un selecto auditorio de viejos amigos íntimos, el llamado “grupo de Bloomsbury”, peña de estiradísima gente letraherida, personas muy de tejas arriba vinculadas a la Universidad de Cambridge. La Editorial Acantilado publicó ambas joyas en 2006 bajo el título Dos recuerdos. Adquirí ese tomito cuando ya vivía en Bogotown.
El doctor Melchior es la brillante e instrospectiva crónica de un dramático momento de las negociaciones: el forcejeo sobre el bloqueo de alimentos a Alemania cuya prolongación, forzada por los franceses, fue explotada eficazmente por un novel agitador llamado Adolf Hitler en su propaganda contra el Tratado de Versalles y sus firmantes.
El relato de Keynes logra compartir con el lector la empatía que en él infunden las vicisitudes del jefe de la delegación alemana: el imperturbable doctor Carl Melchior.
En medio de la arrogante intransigencia francesa, apenas mitigada por los esfuerzos de los delegados americanos y sólo una parte de la comitiva inglesa , “el doctor Melchior —son ya palabras de Keynes— hablaba siempre calmosamente pero sin pausa, de forma que transmitía a uno la extraordinaria impresión de ser siempre sincero”.
“Su labor más difícil era mantener a sus compañeros bajo control, pues eran propensos a salir con quejas triviales e indignas o con estúpidas falsedades ad hominem que no habrían engañado al más idiota de los americanos. Aquel judío, pues lo era, tal como descubrí después, aunque no por su aspecto, era el único que conservaba la dignidad de la derrota.”
Tras escuchar el relato de Keynes, Virginia Woolf, luminaria de aquellas veladas, no dudó en calificarlo de brillante obra maestra. Es difícil no estar de acuerdo con Virginia. Yo no solo lo tengo por recomendable addenda a la novela de Ishiguro. Misteriosamente es también un opúsculo de filosofía moral.
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