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Tribuna
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El resplandor imitativo

Obremos como es preceptivo. Tiempo habrá de celebraciones que el confinamiento obligó a abolir

Jorge Freire
Varios jóvenes paseando con mascarilla delante de una terraza.
Varios jóvenes paseando con mascarilla delante de una terraza.Europa Press

La familia se reúne para celebrar el natalicio del abuelo. Una mujer vence el apocamiento de su hermana y la ciñe en un fuerte abrazo. El tío hace beber de su vaso al sobrino adolescente, arguyendo que él “de esto sabe un rato largo”. Hijos y nietos se apretujan en torno a la mesa como polluelos en el nido. Un racimo de cabezas vocingleras entona el Cumpleaños feliz a medio metro del abuelo, espurreando un sinnúmero de gotitas de saliva.

Se trata del anuncio que el Gobierno de Canarias lanzó a principios de verano para evitar contagios. En él se apreciaban las pequeñas coacciones de la vida doméstica, inasequibles a cualquier reglamentación externa. Para andar al unísono del grupo, uno debe someterse al ritmo de su diapasón. El spot se cerraba con una imagen del abuelo hospitalizado.

Sabemos desde Hobbes que el temor es un regulador social muy útil. Un reciente anuncio del Ministerio de Sanidad, que solapa una canción infantil con imágenes turbadoras, se cierra con el eslógan “esto no es un juego”. ¿Servirá de algo? Recuérdense las campañas que hace un mes presentaron la Comunidad de Madrid y el Gobierno de Aragón: una mostraba un horno crematorio y la otra comparaba desplazarse infectado con portar una pistola cargada. Puede que el miedo sea, como dice el refrán, ave de mucho vuelo, pero no hay spot que sirva de aldabonazo a los ciudadanos más distraídos.

¿Quién no tiene un familiar o un amigo que, enseñoreado en sus dominios, se niega a embozarse la mascarilla o a mantener la distancia? Pedirle que lo haga es como arrojarle un guante a la cara. El espacio privado es una tronera por cuyos escotillones se vierten las normas básicas de urbanidad. Afirmaba Eloy Fernández Porta en Emociónese así que, a medida que el exterior se va llenando de normas, lo personal se vuelve un “espacio de evacuación ritual”. De ahí que las reglas del civismo solo parezcan regir extramuros del mismo.

Sobra recordar que la persona cívica no está obligada a absolver la descortesía. Ahumar a los demás con el tabaco o hablar a gritos en una terraza son, a todas luces, conductas groseras; rehuir la mascarilla en una reunión, so pretexto de llaneza y desenfado, una incuria inadmisible. Ocioso sería blandir cifras de contagios o complejos términos de virología para amonestar conductas de tal laya. Pero, si de campañas de concienciación se trata, ninguna hay tan efectiva como el ejemplo.

Sostiene Javier Gomá que el mal ejemplo nos absuelve y el buen ejemplo nos señala con el dedo. Tal y como afirma el gran teórico de la ejemplaridad en Imitación y experiencia, nos movemos en una red de modelos mutuos: obrar de manera negligente supone exculpar la vulgaridad, mientras que las conductas responsables generan incomodidad a su alrededor. Si una mayoría propende a la relajación, que uno se mantenga firme en su profilaxis le hará correr el riesgo de ser motejado de “aguafiestas”. Sin embargo, puede que, a la chita callando, los demás terminen imitándolo.

El sociólogo francés Gabriel Tarde acuñó el concepto de “resplandor imitativo”. Cuando este relumbra en un grupo humano, ciertas conductas se generalizan como por ensalmo. Tanto el inicio de las guerras como el contagio de la moda se explicaban, a su juicio, por medio de esta noción. Aun siendo de los fundadores de la sociología francesa, su conflicto con Émile Durkheim, que salió victorioso de la pugna, orilló a Tarde a los márgenes de la disciplina. Bueno sería rescatar alguna de las sugerentes intuiciones del olvidado autor de Leyes de la imitación, para quien no cabía explicar el comportamiento humano sin aludir a flujos imitativos.

En su novela Fragmentos de una historia futura, publicada en 1896, la Tierra sufría una nueva glaciación. Capitaneado por un tal Milcíades, un grupo de personas determinaba esconderse en el centro del planeta. Una idea aparentemente ridícula que, merced al carisma de Milcíades, cuyo nombre recuerda al héroe de Maratón, era recibida por todos “como un relámpago genial”. Movidos por ese resplandor imitativo, avanzaban a paso firme hacia las entrañas de la Tierra, como Ulises, como Eneas y como Dante, y allí, contra todo pronóstico, fundaban una nueva civilización. A través de túneles, grutas y espeluncas, los supervivientes erigían, inspirados por el carácter de su líder, suntuosos hipogeos que recordaban a los grandes palacios de la superficie.

Si obramos como es preceptivo, otros nos imitarán. No hace falta ser un Milcíades para ello. Tiempo habrá de celebrar todas las fiestas que el confinamiento obligó a abolir. Como dejó escrito Machado en el más bello de sus poemas, todo el que aguarda sabe que la victoria es suya. La mímesis, concepto esencial de la Grecia clásica, es lo que los latinos tradujeron como imitatio y lo que en castellano conocemos como emulación. Ser dignos de ella no es solo un imperativo ético, sino también una cuestión de salud pública.

Jorge Freire es escritor. Ha publicado recientemente Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de Espuma).


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