Putin y la bandera del antifascismo
El presidente ruso se sirve de los mitos más diversos para consolidar su proyecto autócrata
Vladímir Putin se ha sacado de la manga una ley para convertir a los opositores a su régimen en agentes extranjeros y quitárselos de en medio. Ha puesto también en marcha otras iniciativas para endurecer las leyes electorales y para limitar el derecho de la ciudadanía a manifestarse. Y ha ido construyendo poco a poco un discurso de una enorme potencia nacionalista que ha calado en buena parte de esa ciudadanía que se sintió perdida cuando la Unión Soviética se vino abajo. Resulta sorprendente que aquellos que un día comulgaron con el proyecto comunista traguen de buena gana hoy con la celebración de los valores de la Iglesia ortodoxa y hayan recuperado el anhelo por el esplendor del imperio zarista. El historiador Timothy Snyder ya habló en El camino hacia la no libertad de la fascinación de Putin por Iván Ilyín, un feroz contrarrevolucionario que se enfrentó a los bolcheviques y que defendía que en Rusia estaba la futura salvación cristiana.
Putin ha ido armando un particular brebaje para darle vuelo a su proyecto de país. Su apuesta por un nacionalismo radical que vuelva a hacer a Rusia grande de nuevo choca con lo que fue la Unión Soviética, un Estado que se construyó —por lo menos aparentemente— sobre los cimientos de una ideología internacionalista. El historiador José M. Faraldo se ha metido a desenredar este complicado galimatías en El nacionalismo ruso moderno, donde analiza y muestra los distintos hilos que le están permitiendo a Putin darle consistencia y respaldo teórico, y popular, a sus iniciativas autócratas y expansionistas.
Cuenta Faraldo que, durante la guerra civil española, la propaganda comunista empezó a definir el conflicto no como una revolución sino como una guerra de independencia nacional, y explica que ese fue el modelo que se trasladó después a la Segunda Guerra Mundial: las tropas soviéticas acudieron a salvar a todos aquellos países que querían quitarse el yugo del dominio nazi. La bandera elegida fue la del antifascismo y, como pasó en España con cuantos se apuntaron a las Brigadas Internacionales y acudieron a luchar contra las tropas franquistas, los objetivos eran tan indiscutibles que resultaba urgente unirse en torno a ellos: la reacción no podía acabar con la República y hundir a España bajo las botas de uno puñado de militares. Lo mismo ocurrió después en Europa, donde resultaba vital frenar a Hitler y Mussolini.
Faraldo observa, sin embargo, que hubo también en ese antifascismo que alentó Stalin el afán de cerrar filas en torno a sus políticas y de desviar la atención sobre la violencia que ejercía el movimiento comunista: los años treinta, no hay que olvidarlo, fueron años de terror. “Combatiendo el mal supremo que suponía el fascismo, se acababan por disculpar o aceptar como mal necesario las interminables purgas y matanzas estalinistas”, escribe.
El mito del antifascismo le ha venido de perlas a Putin para justificar la anexión de Crimea y la participación rusa en la guerra en el Donbás. Convirtió a Ucrania en un demonio fascista y se proclamó salvador de los que eran pisoteados por Kiev. La ensalada, ya ven, es variada: se mezclan el antifascismo —y la heroica gesta del Ejército Rojo en la IIGM— con la reivindicación del imperio zarista y la defensa del cristianismo. ¡Uf!, nunca hay que dejarse subyugar por las palabras; cuando aparezcan cargadas de resonancias emocionales, habrá que rascar. Por si acaso esconden algo.
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