Peñón compartido
El control de las fronteras por la UE es un progreso social y diplomático
El “principio de acuerdo” entre España y el Reino Unido alcanzado in extremis el último día de 2020 —y bajo inequívoco ultimátum de Madrid— por el que la Verja de Gibraltar dejará de ser tal en unos meses contiene señales claras de lo que podrá ser una gestión compartida de los asuntos del Peñón, lo que se aproxima a una especie de ejercicio de limitada cosoberanía práctica entre ambos países.
Cuando lo pactado bilateralmente se convierta en oficial en el nivel multilateral Londres-Bruselas —donde España ostenta la capacidad de vetar las decisiones sobre la Roca—, Gibraltar se unirá al espacio Schengen, de libre circulación de personas entre 22 países comunitarios y otros vecinos (Suiza, Noruega, Islandia y Liechtenstein). Esto implica que ese territorio se incorpora parcialmente al espacio y la política europea, a diferencia del resto del Reino Unido. Y por tanto, estrecha mucho más su relación con uno de sus protagonistas, España, por encima de las que en ese ámbito mantiene con su metrópoli.
La frontera de la colonia se traslada así desde la cercana Línea de la Concepción al puerto y al aeropuerto gibraltareños, con lo que a quienes entren en el Peñón desde España no se les requerirá pasaporte, pero sí a los británicos que viajen al mismo desde su isla. En términos de gestión de fronteras, puede decirse que la Roca se adscribe a Europa y abandona el eximperio.
El control portuario y aeroportuario queda en manos de la agencia europea Frontex, de la que España es socia y no lo es el Reino Unido: será Madrid la que responda de que la normativa de Schengen se aplica en Gibraltar, pues los agentes de Frontex dependerán de las autoridades españolas para la entrada de un visitante y/o la concesión de un visado de corta duración. El período pactado de aplicación transitoria es de cuatro años, y el Gobierno asegura que a su término será la gendarmería española la que reemplace a Frontex en su tarea de control.
No se trata obviamente de una cosoberanía hispano-británica sobre el conjunto de relaciones exteriores, defensa e inmigración del disputado territorio. Pero sí el inicio del acceso de España, a través de Europa, a uno de sus elementos clave y más simbólicos, la gestión de las fronteras. Si el primer ministro británico ha definido la soberanía que ha perseguido con el Brexit como “el control de nuestras leyes, nuestras fronteras y nuestras aguas”, muchos echarán en falta el segundo término de su lema: la frontera de Gibraltar correrá de cuenta europea. Y es que, junto a la moneda, la defensa y la diplomacia, el control del perímetro territorial constituye tradicionalmente una de las competencias soberanas esenciales del Estado nación.
Si nada tuerce este acuerdo, que beneficiará sobre todo a los gibraltareños y a la población andaluza de la zona —al permear su línea divisoria—, se convertirá en un progreso muy consistente para mejorar su vida cotidiana y laboral y sus relaciones vecinales. Será también el principal avance diplomático en tres siglos para diluir el recelo infundido a la población local en torno a España, construir un clima de confianza mutua y revertir prácticas irregulares (fiscales y medioambientales, entre otras) en el Peñón. Y por ende, un paso importante en el complejo camino de aplicación de las resoluciones descolonizadoras de Naciones Unidas.
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