Un año sin fin
La pandemia sigue eclipsando no el sol como el volcán Tambora sino la lucidez y la convivencia de la humanidad en bloque
Tal día como hoy hace un año yo huía de Madrid tratando de escapar de un enemigo invisible que ya invadía el planeta pero sin imaginar hasta qué punto cambiaría la vida de todos. Aquella misma noche, en la casa en la que me refugié, asistí a la escenificación de una pesadilla, con el presidente del Gobierno rodeado de representantes del poder militar y civil anunciando en la televisión lo que ya se veía como una guerra, con la declaración del estado de alarma en todo el país. Las palabras aún no habían perdido su intensidad y estado de alarma sonaba a emergencia y a suspensión de derechos, algo que solo los más veteranos de entre nosotros recordaban de los años de la guerra y la dictadura. Aquella medianoche entró en vigor y desde entonces nada ha vuelto a ser lo mismo, independientemente de la evolución de la pandemia y de ciertos periodos de tregua entre ola y ola, como se les denomina a los picos de contagios y de muertes que desde entonces baten la vida de los países del mundo.
Si a 1816, año de la explosión del volcán Tambora, cuyas cenizas cubrieron la atmósfera terrestre provocando el enfriamiento varios grados del planeta, se lo llamó el año sin verano por cuanto durante meses no lució el sol, a este que cumplimos hoy habría que llamarlo el año sin fin, ya que la pandemia sigue eclipsando no el sol como el volcán Tambora, sino la lucidez y la convivencia de la humanidad en bloque, que asiste estupefacta al desarrollo de lo que considera una pesadilla que no puede estar sucediéndonos a nosotros, privilegiados por la historia y por los avances de la tecnología y la ciencia, pese a que la realidad nos demuestra día tras día que es cierta y que por el momento al menos no tiene visos de que vaya a acabarse pronto.
La desazón y el desasosiego que esa constatación comporta hace que muchas personas se nieguen a admitir la realidad y que otras se rebelen contra ella trasladando su malestar a la vida pública como si los demás tuviéramos la culpa de lo que nos sucede a todos. Un año sin apenas estaciones, con periodos de confinamiento estricto y otros más laxos pero confinamientos al fin, sin fiestas ni celebraciones, sin poder viajar, sin poder apenas salir de la provincia o de la autonomía, ha hecho mella en la psicología de muchos como continuamente podemos ver, desde los gobernantes al último ciudadano, el mundo parece cansado ya de lo que está ocurriendo, pero lo que está ocurriendo sigue ocurriendo por más que nos neguemos a aceptar la realidad. Hoy por hoy, la vacuna es la única solución, pero mientras esta llega a toda la población hay muchos empeñados en empeorar las cosas, comenzando por ciertos políticos y terminando por esos vecinos a los que nadie les va a decir lo que tienen que hacer, pues ya saben ellos bien lo que les conviene y no.
“Socialismo o libertad”, ha dicho la presidenta madrileña, Ayuso, resumiendo en tres palabras la respuesta a la mayor crisis sanitaria mundial en lo que va de un siglo que no es precisamente el de las Luces a juzgar por las suyas y las de otros gobernantes de su estilo. El año sin fin lo es gracias a ellos en gran parte.
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