Dolores Vázquez, la examiga íntima
En estos días del Orgullo Gay causas como la de Dolores Vázquez debieran estar en primera línea, porque su condición sexual estuvo en todo momento detrás del señalamiento y la condena. No puede quedar sin reparación
Quiero vivir. Recuerdo el impacto brutal que me produjo esta película de Robert Wise acerca de una mujer inocente condenada a muerte. Su pasado de prostituta pesa como una losa en el veredicto, conduciéndola, a pesar de los infructuosos intentos de su abogado, a la cámara de gas. Se convirtió esta película de 1958 en un alegato contra la pena de muerte. Yo la vería como en 1970, siendo niña; resulta ahora sorprendente que los niños viéramos en familia estas películas tan intensas y complejas, que nos convertían, por cierto, en pequeños cinéfilos sin apenas darnos cuenta. La vi y la imagen de la fabulosa Susan Hayward me hizo aborrecer para siempre la pena de muerte. Tal ha sido la influencia del cine. Tras ver esta historia basada en un caso real muy documentado, Albert Camus aventuró que vendrían días futuros “en que documentos como éste nos parecerán pertenecientes a la prehistoria, tan increíbles como ahora nos parecen la quema de brujas o la amputación de manos a los ladrones”.
Pero hay algo que tristemente no ha cambiado: el precipitado juicio popular, alimentado con alarmante frecuencia de prejuicios, hipocresías morales y odio colectivo. La manera en que los medios de comunicación alimentan los deseos furiosos de linchamiento sigue entorpeciendo las investigaciones y la aplicación de la justicia. Esto es lo que sufrió Dolores Vázquez, la acusada inocente por el asesinato de la joven Rocío Wanninkhof, a la que dediqué alguna columna hace años porque me torturaba la idea de que esa señora de mirada huidiza fuera a la cárcel sin ser culpable. Un documental da, desde esta semana, cuenta del caso. Lo narra desde un punto de vista muy respetuoso, contando la insólita culpabilización de una persona contra la que no se tenían pruebas, su condena, los diecisiete meses que sufrió en prisión y la manera azarosa, a raíz del asesinato de otra joven, Sonia Carabantes, de su definitiva exculpación. Lo que pesó en la condena de Dolores no fue una vida disoluta, que no había tal, sino una relación sentimental con la madre de la víctima. Pero nunca se utilizaba ese adjetivo para calificar el lazo entre Alicia Hornos y Vázquez. Los medios definían a esta mujer como examiga íntima de la madre de la muchacha asesinada. Examiga íntima, así se la calificaba en informativos y en ciertos programas abyectos en los que a día de hoy se imparte justicia a ojo por personas que dicen saber mucho de móviles y mentes criminales. A nadie se le escapaba que estaban refiriéndose a una mujer lesbiana, pero debiendo de parecer pecaminosa la naturaleza de esa relación, la envolvían en eufemismos que hacían resaltar lo que se consideraba innombrable. De Dolores se dijo que poseía el rostro de la maldad, se resaltó su supuesta actitud masculina para retratarla como una mujer sin la compasión que nace de la feminidad. Es curioso que a ella se le atribuía un lesbianismo del que se excluía a la que había sido su pareja, tal vez por ser esta una mujer guapa y madre de tres hijos. Se generó toda una teoría psicológica, psicología de baratillo, según la cual era la típica mujer sin hijos que desea destruir el lazo materno en otras mujeres.
Dolores Vázquez, que no participa en el documental de Tània Balló y ha huido siempre del foco público, reclamó hace unos años que la justicia le pidiera perdón y que la indemnizaran. Eso no ha sucedido. Ella fue víctima de un robo, le hurtaron 519 días, los que estuvo en prisión, su buen nombre fue difamado, sufrió el escarnio público, escuchó esos gritos de ¡asesina!, que la perseguirán siempre, y se marchó de España unos años para no sentir las miradas maliciosas. En estos días del Orgullo Gay causas como esta debieran estar en primera línea, porque su condición sexual estuvo en todo momento detrás del señalamiento y la condena. No puede quedar sin reparación.
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