El estallido social cubano
El Gobierno cubano remite el conflicto interno al diferendo histórico con EE UU y reaparece esa extraña óptica colonial invertida que no admite que la realidad cubana tenga un contenido propio
En Cuba, el conflicto y el disenso por diversas formas de organización de la sociedad y el Estado siempre ha tenido vías precarias de expresión institucional y mediática. Lo que estamos viendo en días recientes es una explosión social, muy parecida a las que han estremecido a la mayoría de los países latinoamericanos en los últimos años. Decenas de miles de cubanos, que llevan décadas acumulando agravios económicos y políticos, han salido a las calles de manera pacífica y espontánea. Eso sucede cuando el malestar no encuentra otra forma de expresarse.
En los últimos años, la situación económica se ha deteriorado aceleradamente. En ese deterioro pesa el incremento de sanciones del Gobierno de Donald Trump, no revertidas hasta ahora por la nueva Administración demócrata de Joe Biden. Pero también pesan, aunque el Gobierno de Miguel Díaz-Canel, sus medios y sus aliados se nieguen a aceptarlo, el freno que el Partido Comunista de Cuba puso a las reformas económicas desde 2016 y la forma excluyente y represiva con que ha tratado varias muestras de malestar reciente en la población.
Cuando en la noche del 27 de noviembre de 2020 cientos de jóvenes artistas e intelectuales de la isla se sentaron pacíficamente en las afueras del Ministerio de Cultura a protestar contra la represión del Movimiento San Isidro y a demandar garantías para el arte independiente, la reacción del Gobierno fue intransigente. Luego de una vaga promesa de diálogo, los medios de comunicación y la Seguridad del Estado sometieron a esos jóvenes a un acoso celular, cuerpo a cuerpo, que persiste hasta hoy, y a una descalificación diaria, como “mercenarios” y “contrarrevolucionarios”, en los medios de comunicación.
Esa misma lógica oficial, aplicada ahora contra decenas, tal vez cientos de miles de ciudadanos a lo largo y ancho de la isla, es la que predomina. El 11 de julio, el presidente Miguel Díaz-Canel dijo en San Antonio de los Baños, uno de los pueblos donde hubo protestas, que los manifestantes eran “contrarrevolucionarios” o “revolucionarios confundidos” por las “campañas del enemigo”. No eran ciudadanos hartos de la precariedad, el desabastecimiento y la represión, que legítimamente salían a las calles. Eran enemigos o cómplices de Estados Unidos que debían ser confrontados, en esas mismas calles, por los revolucionarios, siguiendo una voz que llama al combate.
Al día siguiente, en una conferencia de prensa en el palacio de la Revolución, el presidente y otros funcionarios reiteraron la misma perspectiva. Lo que seguía sucediendo, ya que durante el 12 de julio las protestas continuaron, era un “golpe suave o continuado”, que formaba parte de la “guerra no convencional de Estados Unidos contra Cuba”. Una vez más, todos esos cubanos y cubanas que gritaban “Libertad” y “Patria y vida” eran presentados como peones de Washington. No sólo eso, no eran manifestantes pacíficos, sino “delincuentes”, “criminales”, “vulgares” e “indecentes”, en una nueva muestra de la arraigada mentalidad elitista y racista del poder cubano.
En esa conferencia de prensa, el Gobierno de la isla estableció que el más claro antecedente de las protestas cubanas eran las movilizaciones populares de 2019 en Caracas y otras ciudades de Venezuela en contra de la reelección de Nicolás Maduro, que tuvo lugar en condiciones claramente irregulares, con la Asamblea Nacional intervenida, un poder constituyente perpetuo y sin participación opositora. Entonces el Gobierno venezolano redujo, mediáticamente, todas las protestas a las “guarimbas” callejeras. Con esa analogía se estaba diciendo que el estallido social cubano sería enfrentado como un brote de violencia “contrarrevolucionaria”, auspiciado por Estados Unidos. Frente a algo así nombrado, lo mismo en Venezuela que en Cuba, no hay otra respuesta oficial que la represión.
Los constantes arrestos, abusos policiales y descalificaciones mediáticas que han seguido a las protestas responden a ese esquema represivo, ya probado en Venezuela. Al conectar explícitamente la situación cubana con la venezolana, La Habana remite, una vez más, el conflicto a una perspectiva de “seguridad regional”, muy parecida a la que usa el propio Gobierno de Estados Unidos en su hegemonía hemisférica. De hecho, la posición oficial cubana es que lo que está sucediendo no tiene causas endógenas, como podrían ser los recientes cambios en la política monetaria, los cortes de electricidad o el desabasto de medicinas y alimentos, sino que es una consecuencia exclusiva de la hostilidad de Estados Unidos.
Al negar la legitimidad del estallido social y disputar, incluso, su pertinencia lingüística —ese poder demuestra una inusual intolerancia a las palabras; también le molestan términos como “embargo”, “disidencia” o “ayuda humanitaria”—, el Gobierno cubano remite, totalmente, el conflicto interno al diferendo histórico con Estados Unidos. Reaparece, por enésima vez, esa extraña óptica colonial invertida, que no admite que la realidad cubana tenga un contenido propio, determinado por las tensiones entre un Estado que no quiere cambiar y una sociedad que cambia aceleradamente, conforme avanza el siglo XXI.
La represión de estos días sumará más agravios a una población vulnerable, de bajos recursos, víctima del racismo y el machismo, que probablemente rechace, mayoritariamente, la hostilidad y el embargo comercial de Estados Unidos, pero que dirige su malestar contra el Gobierno de la isla. Una parte considerable de esa población cubana humilde, que tradicionalmente enarbola como suya la burocracia, ha demostrado que piensa que el Gobierno cubano es el máximo responsable de su situación. Tiene razones válidas para pensarlo.
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