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tribuna
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El error de Orwell

El acto de saber se ha sustituido por el de creer. La información se ha sustituido por la superstición. Cada tribu vive en su realidad paralela, propiciada por la fragmentación; y exacerbada por la polarización

Irene Lozano
ilustración Lozano
Eva Vázquez

No, no vivimos tiempos orwellianos, pese a que nos tranquilizaría comprender con un solo libro lo que le ocurre a la verdad. Siempre tuvo éxito 1984, pero desde que una portavoz de la Casa Blanca de Trump llamó a las mentiras “hechos alternativos”, la novela ascendió a la lista de más vendidos.

Sin embargo, Orwell no anticipó nuestra época. Lo característico del Gran Hermano en 1984 es que suministra a toda la población una verdad única, en forma de periódicos, libros, canciones, carteles, desfiles, pancartas. Los miembros del partido visten idéntico mono azul. Todos han de ponerse en pie al escuchar el himno —Oceanía, todo para ti—, aunque estén solos. Y lo más importante, se crea la neolengua, que destruye y crea palabras para limitar el pensamiento. Se persigue, no ya que alguien pueda expresar algo distinto de la verdad oficial, sino que lo piense. Orwell fabula un sistema único de pensamiento centralizado. Y éste se replica en la totalidad de la vida del individuo, a cualquier hora, en todos sus actos, de forma opresiva.

En nuestras sociedades sucede lo contrario, como ilustra una anécdota que alguna vez ha relatado Alastair Campbell, ex asesor de Tony Blair. Se encontraba dando una charla contra el Brexit y una mujer le rebatía con insistencia. Él le dijo: “Permítame exponerle una serie de hechos”. A lo que ella respondió: “No me interesan tus datos, me interesan mis sentimientos”.

Hoy la verdad es privada y hay tantas como pares de ojos miran el mundo. Nada más alejado de la verdad única, controlada y centralizada, del Gran Hermano. Hoy se puede confiar en las vacunas o no; e incluso se puede creer que son herramientas de control de una perversa red conspirativa, encabezada por Bill Gates. Se puede negar el cambio climático hasta el punto de amenazar la vida en la Tierra. Cada tribu elige sus verdades y sus gurús: el acto de saber se ha sustituido por el de creer. La información —que abre la puerta al conocimiento— se ha sustituido por la superstición. Cada tribu vive en su realidad paralela, propiciada primero por la fragmentación; y exacerbada a continuación por la polarización.

“Nada era del individuo, salvo unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo” —se lamenta Winston, el protagonista de 1984—. Por el contrario, en la economía de la atención, esos centímetros cúbicos son hoy nuestro bien más preciado, por el que todos pugnan en las plataformas de contenidos, las redes sociales, las webs… En la novela de Orwell el control se ejerce desde el poder, ubicado fuera del individuo, hacia su interior. Hoy, por el contrario, cada individuo cede gustoso sus centímetros de cráneo al posar su atención allí donde queda atrapada, pues el diseño de las redes sociales actúa como un gran señuelo. No hay nada más opuesto a un dispensador único y centralizado de la verdad. Al entregar nuestra atención, cedemos el pensamiento propio y la voluntad. Pero todo nos distrae dulcemente. En la novela, por el contrario, la opresión se hace presente hasta en la respiración de la gente, cuando las telepantallas dictan la tabla diaria de gimnasia a los individuos.

En realidad el régimen descrito en 1984 tiene la verdad como referencia existencial, porque es el punto de partida de su trabajo de falsificación y control. Dedica enormes recursos a destruirla, ya sea en lo tocante al pasado como al presente, y miles de funcionarios trabajan para fabricarla, recrearla y volverla a tergiversar, tantas veces como sea necesario. En 1984, la verdad existe y es temible porque si llegara a ser descubierta, amenazaría al poder.

Defender hoy que la verdad existe se ha convertido en una antigualla sobre la que no hay evidencia. Se debilita porque resulta indistinguible de la mentira. Ya no es necesario convertir falsedades en verdades: sencillamente esa oposición es irrelevante. Todo queda diluido en el magma de tuits, titulares, imágenes, vídeos y todo tipo de zettabytes que cada día integran las noticias, hacen arder las redes u ocupan el ciberespacio. Si en 1984 la verdad es un cuerpo asfixiado con una almohada sobre la cama, en 2021 la verdad es uno entre millones de cuerpos que bailan de forma confusa bajo un ruido incesante. Orwell describió a la perfección el totalitarismo, pero no anticipó el futuro en lo tocante a nuestra relación con la verdad. O quizá el error estribe en pensar que tuvo la pretensión de hacerlo.

La democracia, como régimen de opinión pública, se sustenta en el intercambio de ideas, pero la discusión pública queda ahogada por una ruidosa charlatanería cuyos vínculos con la realidad son cada vez más tenues. Protejamos el debate, porque una sociedad que no comparte un consenso elemental sobre los hechos es una sociedad rota.

Irene Lozano es escritora. Su último libro publicado es Son molinos, no gigantes. Cómo la desinformación y las redes sociales amenazan la democracia. Es además diputada en la Asamblea de Madrid.

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