Imperialista
Admiramos las aventuras de Isabel en Estados Unidos, como ‘Tintín en el Congo’, como ‘Astérix en Hispania’. Su aura se expande con efecto ultramarino
Irradiando hispanidad desde el centro del centro de las Españas ―no sabemos por qué usamos el plural―, corazón que late bajo la bandera de Colón, sin miedo a acusaciones de localismo, porque nuestro proyecto es neoimperial, cosmopolita y patriota ―¿cosmoperial?, ¿patriolita?, ¿neotriota?―, retransmitimos en perfecto diferido homenaje a Cospedal y admiramos las aventuras de Isabel en Estados Unidos, como Tintín en el Congo, como Astérix en Hispania. Su aura se expande con efecto ultramarino. Isabel Díaz Ayuso, Marianne sin gorro frigio, hace las Américas por arriba y desde arriba, en la tierra de las oportunidades y los poor whites. Surca los cielos, habiendo subrayado la ejemplaridad de amasar capitales antes de los 30 como prueba de valía ―nunca de corruptela― y paladeando el éxito seguro del musical sobre Hernán Cortés que rehabilitará nuestras esencias. Indios e indias trabajarán con taparrabos antes de salir corriendo a pelar patatas en restaurantes que les pagan en negro: el musical, que calificaríamos de faraónico si faraónico no fuese una palabra de reminiscencia camita y foránea, incluirá escenas con fornidos soldados españoles y aguerridos religiosos que enseñarán el Jesusito de mi vida a los desarrapados aztecas. Isabel, valiente, le pone los puntos sobre las íes al Papa y a la mama, porque a lo hecho pecho y el perdón no forma parte de su vocabulario. Puede que por imperativo de una interculturalidad tiquismiquis, algunos menas ―¿camitas?, ¿semitas?, ¿bereberes?― formen parte del coro. Se barajan como candidatos para el protagonista nombres de tenores damnificados por el contemporáneo exceso de escrupulosidad sexual. Telemadrid filma las aventuras isabelinas usando de fondo la Casa Blanca: profecía acaso de un imperio, sin capacidad de conciliación ni síntesis, donde nunca se ponga el sol ni existan los virus ni el quechua ni la voz profunda de Mercedes Sosa.
Desde aquí, irradiando hispanidad y gerundios de inicio de párrafo, en una terraza populachera de a cinco euros la caña, porque aquí sí sabemos vivir y podemos dar lecciones, pronto daremos también fe ―sí, fe― de cómo la presidenta reformula la salsa acrobática caleña y, en la Universidad de Buenos Aires matiza el concepto de “desrealización” de Josefina Ludmer. Mientras, sus adláteres tachan palabras como “racismo” y “restitución” de exposiciones sobre la Hispanidad 2021. Isabel, terminal panhispánica de dudas, invitará a la población chilena a dejarse de huevadas y huevones, y marcará las líneas arquitectónicas de los cholets del Alto en Bolivia. La presidenta acierta: “El indigenismo es el nuevo comunismo”. Ella mide bien el mal que infligen al progreso y la acumulación de capitales las comunidades indígenas que se niegan a la tala. Emitimos aplausos enlatados y brindamos por nuestra presidenta que conoce las formas de organización en torno al común de algunos de estos peligrosísimos pueblos. Porque lo nuestro es mejor y todo lo hemos hecho por el bien ajeno. Porque nos importan un carajo ―hablamos en plata y en cristiano― Bartolomé de las Casas, estudios poscoloniales y Huasipungo. Porque somos los mejores y, cuando damos una hostia, en sentido recto y figurado, no es por el oro, sino por vuestro bienestar. Con la señal de la santa Cruz y desde el corazón de las Españas para la Hispanidad toda, emitimos sin complejos y con toda libertad.
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