La cosa más tonta
Compañeras, directivos, secretarias y vecinos saben qué sucede cuando se cierra una puerta, el silencio que llega después, los susurros, la silla desplazándose, el runrún de unos golpes acompasados, el silencio de nuevo
La niña levanta la vista y contempla una vasta extensión de agua serpenteante y viva. Hasta ese día, su vida se había desarrollado entre barrotes, en lo que le habían dicho que era un subterráneo, para ella el agua no existía sin un cubo metálico. Cuando introdujo el cuerpo en un río por primera vez, la niña debía tener unos catorce años. Jacqueline Harpman, en Yo que nunca supe de los hombres aborda las violencias con una delicadeza estremecedora, es posible que aquello de que no hay belleza si esta no encierra parte de lo terrible de la vida sea cierto: en el momento en el que la niña introduce las piernas en el agua y la siente por primera vez, la dicha y el dolor inician una batalla.
Hace semanas que la novela de la psicoanalista belga me ronda la cabeza. Conozco la magnitud de las violencias que narra Harpman, su río es mi reguero de niña en la huerta valenciana, lleno a rebosar de un agua fría que corre y me acaricia las piernas rechonchas, aliviando el calor del verano. La seguridad de la niña que chapotea ignorando la crueldad de la vida se asemeja bastante a transitar la ciudad sin el gas pimienta aferrado a la mano. La respuesta a una agresión no es ocultarnos, pienso últimamente. Después me digo que hablo desde el privilegio. Cuando alguien está siendo agredido quiere olvidarlo todo, que nadie sepa lo que le está sucediendo. Hace falta distancia, buena suerte y en ocasiones dinero, para poder enfrentar el dolor e iniciar el proceso de reparación.
Emilia Pardo Bazán nos dejó decenas de cuentos que retratan vidas que pensamos que nada tienen que ver con las nuestras. Según la escritora María Ovelar, Bazán presenta dos tipos de protagonistas: las maltratadas, encerradas, acosadas, calumniadas, inseguras y supeditadas al rol tradicional, y las fuertes y empoderadas que luchan contra su destino. Yo me pregunto: cuando un marido decide golpearte o un directivo de quien depende tu sueldo fija su deseo en ti, cuando un grupo de jóvenes violan a tu yo adolescente y lo dejan inconsciente y sin ropa en un polígono industrial, ¿tendrás en algún momento la posibilidad de luchar contra tu destino? Pienso que, si no eres un personaje de ficción y una doña Emilia vela por ti, la tarea es complicada.
Hace un año escribí un tuit con relación a un caso de acoso que arrastro desde hace un tiempo y se armó un alboroto. Recibí un mensaje de un antiguo novio que me tiraba del pelo y que gritaba, que daba golpes y reventaba puertas. Hace 15 años, apretó el puño y se rompió el cuarto y quinto metacarpiano del dedo meñique. Lancé el tuit y el responsable de aquellas agresiones quiso seguir arreando patadas cerca de mi cuerpo. Si hay que partirle la cara, no te cortes, escribió.
Las violencias se suceden delante de nuestros ojos. En ocasiones salen de nuestras manos, pero preferimos no verlas. Compañeras, directivos, secretarias y vecinos saben qué sucede cuando se cierra una puerta, el silencio que llega después, los susurros, la silla desplazándose, el runrún de unos golpes acompasados, el silencio de nuevo. “Fue la cosa más tonta… de puro tonta no quise decirla”, dice la protagonista de El encaje roto cuando le preguntan por qué dijo que no en el altar. “La gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las pequeñeces más pequeñas...”. Las causas profundas se construyen sobre pequeñeces minúsculas que tienen un gran poder, es el amontonamiento de esas tonterías lo que acaba generando las mayores violencias. ¿Y si, aquel que se rompió la mano golpeando a su pareja, el que violó a una menor después de drogarla, o el tipo que se empeña en imponer su presencia, afrontaran ya su condición de verdugos? Las víctimas que siguen con vida no pueden cambiar su destino, pero sí podrían quitarse zapatos y calcetines e introducir de nuevo las piernas en el agua, sentir que lo están haciendo por vez primera, podrían empezar a experimentar el dolor y la dicha de metamorfosearse en supervivientes.
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