Reparación
Y ahí me ven, inclinado sobre la tabla de planchar fingiendo arreglar una camisa. Nadie diría que intento adecentarme a mí mismo
Una de las ventajas de plancharte tu ropa es que, en cierto modo, te planchas a ti mismo. Se me ocurre esto mientras trabajo duramente una camisa llena de arrugas porque la tendí mal. A mí debieron de tenderme mal porque estoy lleno de rugosidades a las que no es fácil llegar con la punta de la plancha. Hay entre los botones de esta camisa, pero también en algunas zonas del cuello, lugares inaccesibles incluso para un temperamento obsesivo como el mío. He dedicado la tarde a este menester sin darme cuenta de que lo que de verdad pretendía era alisar los surcos de mi alma, oscuros como la grieta sin fondo del ombligo, tan simbólica, por cierto, aunque tan ignorada.
Y ahí me ven, inclinado sobre la tabla de planchar fingiendo arreglar una camisa. Nadie diría que intento adecentarme a mí mismo. La camisa es rebelde, pues a veces, al quitarle una arruga provoco otra u otras, que es lo que me pasa a mí: que no soy capaz de curarme una herida sin producir dos. Pero como soy obstinado, la vuelvo a colocar sobre la tabla, la vuelvo a humedecer un poco, para que se ablande, y paso sobre ella esta especie de pequeña apisonadora doméstica con la que tampoco es raro que me queme las puntas de los dedos de la mano izquierda al seguir con sus yemas el recorrido de la plancha que sostengo en la derecha.
Hay gente que no plancha la ropa interior, solo la dobla con cuidado. Yo, en cambio, dedico mucho tiempo a estas prendas porque son, en mi fantasía, las que más cerca están del alma. Confío mucho en el efecto contagio. Dejo perfectos los calzoncillos, pese a que se resisten lo suyo, en una especie de ejercicio zen que, al tiempo de agotarme, me repara. También repaso los calcetines y arrojo a la basura los que quemo, a base de insistir en la zona del talón de Aquiles, como el que arroja sus pecados al fondo del confesionario.
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