Tú aguanta
El concepto de resiliencia nos propone adaptarnos al mal, una trampa sutil que doblega la oposición natural al sufrimiento y a la explotación e impide que nos cuestionemos las causas del dolor
Negrín. Resistir es vencer. El eslogan de Negrín para defender la República, a costa de los muertos anónimos que fueran necesarios, anida en el espíritu de nuestro tiempo. Resistir. A la pandemia, a la crisis, al paro, a un empleo basura. Aquel viejo lema era sencillo. Como locutaba la voz del noticiario republicano en abril del 38, bastaba una sola orden para cada conciencia: resistir. El soldado en el frente, el obrero en el taller, la mujer en el hogar, el niño en la escuela. Resistir es vencer. La consigna tenía base mística: sufrir primero para alcanzar después el paraíso. Entonces no lo hubo. Solo más guerra, más hambre, más cunetas. No para Negrín; sí para los peones de aquel lejano tablero que impuso el sacrificio. Resistir fue perder.
El mantra regresa con nuevo disfraz: hoy se llama resiliencia.
El concepto, omnipresente, carece de aquella épica guerrera trufada de ideales y de futuros por escribir. Difícilmente hubiera diseñado Josep Renau un cartel con la palabra resiliencia; le falta poesía y poder evocador. Sin embargo, es más sofisticado, mucho más eficaz. El diccionario define la resiliencia como la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. En principio, muy encomiable. Resistir, soportar, aguantar. ¿Quién se opondría a tal virtud? Toneladas de teoría de crecimiento personal abrevan hoy en ese manantial que es el arte de afrontar lo peor para salir más fuertes. Los relatos deportivos, religión de nuestro tiempo, alimentan el mito. Solo gana quien aguanta lo inaguantable: de Nadia Comaneci a Simone Biles. Pero ahora ya no se trata, como con Negrín, de aguantar el mal. Se trata de adaptarse al mal. Una diferencia sutil. Y ahí está la trampa.
En Francia se ha publicado un ensayo titulado Contra la resiliencia. Escribe Thierry Ribault que el sistema ha encontrado en el discurso de la resiliencia un arma ideológica para crear una fábrica del consentimiento. Es una fórmula perfecta: la hegemonía de la resiliencia doblega la oposición natural al sufrimiento que el mismo sistema provoca. Y lo hace sin que el damnificado se pregunte por las causas del dolor. Ejemplo: la resiliencia prohíbe cuestionar que las catástrofes industriales están ligadas al modo capitalista de producción económica, fruto de una sociedad tecnológica con voracidad ilimitada. Se trata de luchar contra el cáncer, contra la contaminación o contra la covid sin luchar contra el mundo que los propaga. Eso no se toca. En tres palabras: aceptar, aguantar y superarlo. Sin miedo, porque el miedo siempre hace pensar. Sin quejas, porque no habrá mejora personal si no encajamos los golpes y volvemos, con el ojo morado y la costilla rota, al cuadrilátero. Hay que mirar al futuro, dice la resiliencia, y creer —de nuevo la fe, como hace un siglo— que el sufrimiento de hoy engendrará la felicidad del mañana. Amén.
Irina. Millones de personas están abandonando voluntariamente sus puestos de trabajo en Estados Unidos. Cuatro millones de trabajadores cada mes renuncian a su empleo tras preguntarse si vale la pena seguir con esa labor penosa y concluir que no. Que ya no aguantan más. Se hartan y se van. La Gran Dimisión, la llaman. En España, con más de tres millones de parados, algunos sectores no encuentran mano de obra. Me cuenta mi padre que las personas que hoy recogen la naranja cobran la mitad de lo que le pagaban a él hace 20 años por el mismo trabajo. La mitad. Casi todos los collidors ahora son extranjeros. La raza que mejor aguanta la explotación. Que mejor se adapta al sufrimiento. Resilientes natos.
Pensaba en ellos al ver Las tres hermanas de Chéjov en el teatro. En el tercer acto, la joven Irina pronuncia un alegato contra la resiliencia escrito hace 120 años. No quiero trabajar, dice Irina. He sido telegrafista, ahora estoy empleada en la Administración, y odio y desprecio todo cuanto me mandan hacer. He cumplido 23 años, trabajo desde hace tiempo y se me ha embotado el cerebro. Estoy más delgada, más fea, más vieja. No experimento ningún estímulo, ninguna satisfacción. Nada. El tiempo pasa, y es como si me alejara de lo que es la vida auténtica y hermosa. Como si me alejara más y más, caminando hacia un precipicio.
Fuster. Se cumplen 100 años del nacimiento de Joan Fuster, el hombre que dudaba. El ensayista de Sueca, un intelectual europeo arrogantemente desconocido en el ámbito hispánico, era un maestro de los aforismos. Tiene uno que no habla de Negrín y de la guerra. Dice: Quien está dispuesto a morir por un ideal está, en el fondo, igualmente dispuesto a matar por el ideal; todas las doctrinas que empiezan con mártires acaban con una inquisición. Tiene otro que no habla de la resiliencia y del capital. Dice: Hay que desconfiar de quienes predican la idea de sacrificio: es que necesitan que alguien se sacrifique por ellos.
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