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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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Cuatro horas al día con el móvil y el estilo de vida europeo

Varias fuerzas empujan hacia una homologación global de los estilos de vida. Ninguna, probablemente, es más poderosa que las horas que, cada día, dedicamos a contemplar pantallas

Móviles
Cientos de personas graban con sus teléfonos móviles una fuente de agua en la provincia de Hangzhou, Zhejiang, China.CHANCE CHAN
Andrea Rizzi

En una entrevista concedida recientemente a este diario, el filósofo alemán Peter Sloterdijk consideraba que “hasta la decadencia europea es aún lo más atractivo que hay en el mundo como forma de vida, seguida por lo que queda del sueño americano”. El pensador señalaba la falta de encanto de los estilos de vida de China y Rusia, y el peso que este soft power tiene en la actual competición de potencias. ¿Existe realmente un estilo de vida europeo? Si es así, ¿cuál es su devenir en medio de la “decadencia” y de tantas fuerzas homogeneizadoras globales? ¿Seguirá siendo el de nuestros hijos diferente del de otras latitudes?

Las divergencias entre los hábitos de vida de Andalucía y las regiones bálticas, o de Bulgaria e Irlanda, son considerables. Pero hay abundantes argumentos para sostener que sí hay un común denominador. Desde la libertad democrática y las redes de protección social que permiten un cierto tipo de aproximación a la vida, hasta los altos niveles de seguridad callejera; desde tantos entramados urbanos que ofrecen comercio, vitalidad y oferta cultural hasta el poso de la historia que, aunque sea en diferentes declinaciones, produce un refinamiento del presente. Milenios de pasado —y las últimas décadas de experiencia común en la UE— han plasmado un estilo de vida con rasgos compartidos, y son apetecibles. El atractivo del estilo de vida que nuestro modelo de sociedad permite es el motivo por el que tantas ciudadanías del centro y el este de Europa han querido ligar su destino a Occidente y huyen de Rusia.

Algunos de los aspectos que sostienen este estilo de vida —los más políticos— son bastante sólidos. Otros, sin embargo, —en el dominio más privado— están en peligro. Varias fuerzas empujan hacia una homologación global de los estilos de vida. Ninguna, probablemente, es más poderosa que las horas que, cada día, dedicamos a contemplar pantallas.

Horas contra milenios. Podría parecer un combate desigual, insignificante: no lo es. Las primeras crecen desatadas, y como agentes atmosféricos acelerados cambian el panorama. Unos datos: franceses y alemanes, que juntos representan un tercio de la población de la UE, se tiraron 3,5 horas diarias interactuando con sus móviles en 2021, según un estudio recién publicado por App Annie. Es casi un cuarto de la vida despierta de un humano adulto. Es razonable pensar que otros países de la UE estén en niveles parecidos. El Reino Unido alcanza las cuatro horas, Estados Unidos las supera. Las cifras están en brutal aumento, según el informe: un 30% más en dos años en los diez principales mercados. A ello, por supuesto, hay que añadir las horas en las que atendemos a otros aparatos con pantallas, sean de ordenadores, consolas, televisiones. Las pantallas son el elemento central de la vida moderna. Lo que asusta no es el hecho, notorio, sino la tendencia. ¿Hasta dónde llegará?

Móviles, ordenadores y televisiones aportan extraordinarios beneficios, y una satanización simplista de estos aparatos es una banalidad sin recorrido —igual que subestimar sus potenciales efectos nocivos—. Muchos son los objetos cuya difusión tiende a homologar la vida en distintos lares, pero difícil encontrar algunos tan adictivos, omnipresentes, hipnotizantes, tan capaces de influir en la vida del espíritu, en su actitud activa o pasiva, en su propensión a la fantasía, en su capacidad de concentración prolongada; y después, influir en la vida del cuerpo, alterando sus praxis; y, finalmente, en la vida colectiva.

Se parecen mucho nuestras vidas mientras compramos por Amazon o Alibaba, socializamos por Facebook o Weibo, jugamos con las consolas, ligamos por Tinder, nos entregamos a la enésima serie de Netflix o buscamos desde la fragilidad aprobación social en redes de todo tipo. Sí, cada cual comprará un producto específico, ligará con una pareja irrepetible tras un ingenioso intercambio de mensajes, se tragará una estupenda peli de su gusto, pero por el camino retrocede la vida corpórea. Sí, a través de las pantallas pueden llegar estímulos extraordinarios, anteriormente inalcanzables, pero también retrocede la atención a lo que nos rodea, y avanza un avasallador formateo de praxis y, quien sabe, de mecánicas mentales; y sí, todo ello nos va envolviendo, enredando y atrapando en un abanico infinito de posibilidades virtuales en el que se puede acabar perdiendo uno no solo la belleza envuelta en los pliegues de la vida corpórea que retrocede, sino incluso perderse a uno mismo, como Narcisos empantallados.

Quizá dentro de un par de años los europeos estaremos en cinco horas de media al día mirando el móvil —como ya ocurre en Brasil o Corea del Sur—. ¿Cuál será la media dentro de diez? Conviene pensarlo la próxima vez que el instinto llevará compulsivamente nuestros dedos y ojos sobre la pantalla del móvil también en el momento de quietud después de la cena, mientras nuestra pareja está sentada al lado en el sofá y nuestros niños merodean en el cuarto de estar. O, incluso, mientras nos hablan.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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