Rusia y Ucrania, del pasado al presente
Pese a la temible tradición expansionista de la política de Moscú, una diplomacia real debe buscar el diálogo y no tratar una vez más al gigante eslavo con una prepotencia que procura imponer una imagen en blanco y negro
Pocos hubiesen sospechado hasta hace una década que pudiesen entrar en guerra dos pueblos de antaño hermanos, como han sido rusos y ucranios desde que en el siglo IX se formó la primera unión estatal de los eslavos orientales en la Rus de Kiev —un siglo más tarde, adoptaron el cristianismo oriental ortodoxo—. Quizá se consideraba que Ucrania siempre aceptaría su posición de segundo orden —el nombre del país en lenguas eslavas alude a “la región periférica”—. O por tener mucha población rusificada, debido a circunstancias más históricas que étnicas o espirituales. También es cierto que esta región de Europa ha sido pretendida y ocupada a lo largo de la historia por diversos países que se hallan tanto a su Oeste como a su Este. Cuando se produjeron la revolución naranja (2004) y la rebelión del Euromaidán (2013), aún costaba creer que los ucranios pudiesen realmente construir un país independiente, libre y democrático. De hecho, la losa de la corrupción, que asoló de modo especial aunque diferente a todos los países europeos de pasado comunista, ha sido el peor mal de Ucrania. Resulta casi más difícil liberarse de esta mala tradición que de la ideológica. En los sistemas sumidos en la corrupción, lo político, lo ideológico y lo económico se alzan como la Santísima Trinidad en los iconostasios rusos o ucranios. Ello, unido a un fatalismo que los eslavos profesan mucho más que los occidentales, ha llevado a una situación donde la población local aún no cree que pueda construir su propia historia o su futuro. Pasa tanto en Ucrania como en Rusia, y es un factor a tener en cuenta en esta crisis, porque se trata de ayudar los pueblos y no a los poderes políticos.
En Occidente, ha resucitado la demonización de Rusia en su conjunto, vinculada a una ignorancia bastante general cuando se trata de pensar sobre esta parte del mundo, que, sin duda, ha ofrecido razones para el temor a nivel geopolítico por su afán expansionista, autoritario y dominador.
Si miramos cómo se expandió el territorio ruso a lo largo de los siglos parece hasta inverosímil: el auge empezó en el siglo XVI con Iván III e Iván el Terrible, que se dirigieron hacia el Oriente, colonizando Siberia, por un lado, y por el otro llegando a Kazán. Un siglo más tarde, Rusia ya había alcanzado la costa del Pacífico y ocupado casi toda Siberia. Pedro I y Catalina la Grande dirigieron sus conquistas hacia Occidente, aunque es justo en ese siglo XVIII cuando se apoderaron también del actual territorio ucranio, llegando hasta la orilla del mar Negro y conquistando Crimea, ocupada por los turcos. Los zares del siglo XIX continuaron ampliando las fronteras en la zona de Transcaucasia, igualmente arrebatada a los otomanos. En ese siglo también se incluyeron en el territorio ruso regiones de Asia central, además de otra expansión hacia Occidente, justo los territorios de las actuales Ucrania y Polonia. Pushkin, Lérmontov y Tolstói lucharon en estas guerras. Este último dejó escrito cuando estaba en el frente de Crimea: “Los asuntos en Sebastopol penden de un hilo”. En 1856, Rusia perdió allí los territorios que había conquistado a los turcos, apoyados por Inglaterra y Francia.
En el siglo XX, con el régimen comunista y la creación de la URSS, muchos territorios consiguieron el estatus de repúblicas dentro de la federación, entre ellos Ucrania. Con el fin de la era soviética y el nacimiento de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), la Federación Rusa disminuyó de territorio, pero Moscú siguió ejerciendo una política centralista, dominante y, a veces, hasta colonizadora de lo que ya eran países soberanos.
Rusia sigue siendo la nación más extensa del mundo, con orillas a 3 océanos y 11 mares. “Para hacerse una idea de la extensión de Rusia, cabe imaginar que, mientras en el Sur es de noche, en los lindes del Ártico persiste todavía un pálido crepúsculo polar (...) en Siberia central empieza a amanecer, a las puertas del Pacífico ya está entrada la mañana, mientras en la punta nororiental, frente a Alaska, es mediodía”, describe Edward Rutherfurd en su novela Rusos.
La retórica bélica que está empleando Occidente en el actual conflicto solo puede aferrar al poder despótico a un político como Vladímir Putin. Una diplomacia real debe buscar el diálogo y no tratar una vez más al gigante eslavo con una prepotencia que procura imponer una imagen en blanco y negro. No cabe duda de que la tradición expansionista de la política rusa es temible. Pero ¿debe Europa aceptar que Estados Unidos asuma el papel de Deus ex machina? Y, dicho sea de paso, resulta curioso que casi no se hable de un hecho muy relevante: el gas americano que se envía de Estados Unidos para compensar el suministro que habitualmente llega a Europa desde Rusia atravesando Ucrania puede beneficiar notablemente a las empresas estadounidenses en esta crisis.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.