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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sánchez nos debe una explicación

El presidente del Gobierno debió antes y debe ahora con urgencia explicar el giro que ha decidido sobre el Sáhara

Pedro Sánchez, este viernes en Roma.
Pedro Sánchez, este viernes en Roma.TIZIANA FABI (AFP)
El País

El larguísimo conflicto que vive el Sáhara Occidental arranca del abandono del territorio decidido por España en 1976. Bastaría esta causa para asumir que cualquier modificación en la posición española sobre la relación entre Marruecos y el Frente Polisario no puede ser resuelta como un trámite diplomático más, del que todos nos enteramos por Marruecos y al que da réplica el ministro español de Exteriores en una rueda de prensa improvisada horas después. Junto a Europa y América Latina, la cuestión magrebí configura el podio de la política internacional de España, de su economía, de las sinergias culturales, de su manera de estar en el mundo y de influir positivamente en él.

A tenor de lo ocurrido en las últimas horas, ni buena parte del Ejecutivo, ni los socios de Gobierno —muy sensibles a una de las banderas históricas de la izquierda española— ni el principal partido de la oposición conocían que iba a hacerse público un acuerdo de esta trascendencia histórica. A lo largo de 47 años se ha tejido en la sociedad española una vinculación emocional con este conflicto que carga de un significado extraordinario cualquier decisión sobre la ocupación militar y civil que Marruecos impuso hasta en un 80% del territorio de la República Árabe Democrática Saharaui. En su carta al rey de Marruecos, Pedro Sánchez opta por la solución que propone el reino alauita —convertir el Sáhara Occidental en una autonomía marroquí— como la solución “más seria, realista y creíble”. Hasta ahora, y era uno de los pocos consensos que ha mantenido la política española, la posición oficial ha sido alentar un acuerdo entre las partes en el marco de Naciones Unidas sin decantarse ni por la autonomía ni por la independencia, y sin descartar otras soluciones pactadas. El programa electoral con el que el PSOE concurrió a las elecciones en 2019 decía explícitamente: “Trabajaremos para alcanzar una solución del conflicto que sea justa, definitiva, mutuamente aceptable y respetuosa con el principio de autodeterminación del pueblo saharaui”. Ha cambiado mucho el mundo desde entonces y tanto la pandemia como la guerra de Ucrania están actuando como precipitadores de procesos que ya estaban abiertos y de conflictos que conviene resolver para no multiplicar las zonas calientes del planeta. Pero ninguno de estos argumentos justifica la ausencia de explicaciones para un giro de este calado. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero es el único que en su día abrazó la solución autonomista y hoy la defiende con coherencia.

Es fácil imaginar los objetivos que persigue el presidente Sánchez. Normalizar las relaciones con Marruecos es esencial para nuestro país. Imposible olvidar la crisis humana en la frontera exterior de la UE que Marruecos provocó el 17 de mayo de 2021 cuando miles de personas, la mayoría menores de edad procedentes de Castillejos llegaron a la playa de Tarajal en Ceuta. Una acción que encubría, en realidad, una forma de amenaza a la soberanía territorial española utilizando a personas en una operación deleznable. La crisis diplomática que el acuerdo anunciado ahora pretende zanjar se expresó entonces en toda su peligrosa potencialidad. Además, la dinámica de los apoyos cosechados en los últimos años por Rabat en la cuestión del Sáhara —de Washington a París y Berlín—, aunque con matices diferentes, invitaba a España a tomar iniciativas. Desde esta óptica, la de los intereses, el cruce de comunicados entre Rabat y Madrid alimenta la incertidumbre. Mientras que España da un vuelco de 180 grados a su política tradicional, Marruecos ni siquiera específica las contrapartidas que el Gobierno español asegura que están garantizadas: la pacificación migratoria y el reconocimiento de la integridad española (Ceuta y Melilla). Para mayor inquietud, Argelia, país con el que nuestro comercio bilateral iguala al de América Latina y esencial ahora como exportador de gas, retiró ayer a su embajador en Madrid en protesta por la nueva posición española sobre el Sáhara. Argelia manifiesta su sorpresa pese a que el Gobierno español sostiene que le informó con antelación.

Desde la óptica de los principios, el reconocimiento de que una receta autonomista como la que postula Rabat pueda ser, si no la óptima, la más practicable para ese territorio, debería formularse no como un imperativo ontológico. En todo caso, debiera ser consecuencia de un proceso de reconocimiento y libertad de los saharauis para decidir democráticamente su futuro, en alineamiento con las posiciones de la ONU, convenientemente actualizadas. Y ahí radica la dificultad del empeño: la realidad de que Marruecos, siendo formalmente un Estado de derecho, exhibe múltiples fallas en su arquitectura y funcionamiento. Y especialmente en su trato agresivo hacia el pueblo saharaui. El Sáhara Occidental merece soluciones que no se agoten en un mero pragmatismo ayuno de principios ni en apuestas voluntaristas que eternicen su situación.

El ministro español de Exteriores anuncia una comparecencia a petición propia en el Congreso para informar sobre la normalización de las relaciones con el vecino del sur tras la crisis diplomática que oficialmente empezó por la asistencia sanitaria que España dio al líder del Frente Polisario, Brahim Gali, en plena pandemia. La embajadora marroquí fue llamada a consultas a su país y aún no ha vuelto y a la ministra Arancha González Laya le costó el puesto. Albares acudirá a la carrera de San Jerónimo, pero es Pedro Sánchez quien debe dar las explicaciones sobre la carta remitida a Marruecos como presidente del Gobierno y sobre el contenido del pacto. La irresponsabilidad exhibida por el PP en los momentos más delicados de las recientes crisis migratorias con Marruecos no exime al presidente de la obligación de informar, debatir y buscar consensos con todos los partidos de la Cámara en un asunto de esta naturaleza.

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