Seres queridos
Leo el libro en una época en que varias de mis amigas congelan sus óvulos en clínicas de fertilidad mientras otras dudan sobre si seguir o no con el embarazo
Da cuenta la narradora de la novela Os seres queridos (Xerais, 2022), de Berta Dávila, traducida al castellano por Destino, de la enorme similitud de las clínicas privadas en las que se interrumpe un embarazo con las clínicas privadas de fertilidad. Para empezar, escribe, en ellas sólo hay personas que llegan allí debido “a una imperfección delicada, que no confesarían a las primeras de cambio”. Y en la descripción de ambas subraya una diferencia: en las clínicas de fertilidad hay muchas fotografías en las paredes de mujeres felices, “casi siempre acompañadas de hermosos bebés de piel sonrosada que podrían aparecer en el catálogo de muñecos de silicona”; en las de interrupción del embarazo no hay esas fotos. Sí, si hay mala suerte, antes de entrar puede encontrarse una mujer fuera a un grupo de gente ofreciéndole un café y una charla para que haga con su vida lo que ese grupo quiera.
La protagonista de Dávila constata por lo demás dos tipos de mobiliario: el idóneo para la compasión y el idóneo para la indulgencia. Y un estilo de oficina que une a ambas clínicas. “La distancia entre el lugar donde esperan las buenas madres y el lugar donde esperan las madres arrepentidas es breve y ambigua”, dice la narradora, que conoce bien las dos: acudió a una de fertilidad para quedarse embarazada y, varios años después, visita una para abortar.
Estás en el lugar indicado y tenemos mucha experiencia en ayudar a mujeres como tú, le dice la ginecóloga; las mismas palabras que escuchó en la clínica anterior. Es una novela fácil de leer, porque Dávila escribe muy bien (“a lo mejor el gesto de la segunda es menos prudente, la inflexión de sus frases menos familiar, su bata algo menos blanca y su consulta también menos iluminada”), y delicada de digerir, porque la autora también piensa muy bien.
Leo el libro en una época en que varias de mis amigas congelan sus óvulos en clínicas de fertilidad mientras otras dudan sobre si seguir o no su embarazo. Soy espectador mudo de sus reflexiones sobre una cosa y la otra, bebo y las escucho; soy partidario del aborto, y muchas veces he pensado, pero no había dicho, que si fuese una chica de 18 años, estuviese a punto de empezar mi carrera universitaria y me hubiese quedado embarazada, habría abortado. Es decir: si por mí fuese, yo no habría existido. Por eso tengo una relación muy despreocupada con la vida, como si me la hubiesen regalado a mi pesar, y estoy menos destetado que Norman Bates; incluso comparto con él gustos estilísticos, si bien me gusta que mis visitas se duchen tranquilas.
La filtración de un borrador según el cual el Tribunal Supremo de Estados Unidos se propone anular el derecho al aborto y devolver la competencia a los Estados para que decidan ellos sobre millones de mujeres aspira no sólo a anular un avance social, sino a imponer un debate de locos, superado por ley en ese país desde hace medio siglo. Se trata de que el derecho federal que da a las mujeres la libertad de seguir o no su embarazo se tumbe para que leyes estatales puedan suprimir esa libertad prohibiendo ese derecho (recuérdenlo cuando el discurso vaya sobre libertad y prohibiciones, y sus falacias ideológicas).
Al terminar Os seres queridos pienso en que la escasa diferencia entre una clínica y otra quizá se deba a que en las dos se exalta la vida: en una para concebirla, en otra para apropiarse de ella.
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