Somos pobres, lo normal
Los sueldos en España deberían ser un escándalo, pero si uno ha nacido subsistiendo, y es lo que palpa en su entorno diario, acaba viendo diluida la noción de sufrir una tragedia individual o colectiva
Que sólo un 10% de adultos ingresa más de 44.000 euros en España debería ser visto como un escándalo. Desde la bisoñez vital, uno tiende a creer que 2.500 euros es lo que se merecería todo profesional con experiencia y cualificación. Pero resulta que afortunado es ya ganar al menos unos 1.200 euros en nuestro país, así de pobres estamos. Y debería inquietarnos por qué nadie se indigna ya como ocurrió en el 15-M, o por qué la generación que sube se conforma con semejante miseria de rentas. Como si fuera normal, oye.
Sublima ahí el efecto psicológico más perverso de la quiebra de la clase media. Una vez que la precariedad se institucionaliza, quién va a estremecerse. En la vida, como en la política, uno sólo se molesta si alberga la sensación de pérdida o de injusticia. Si uno ha nacido subsistiendo, y es lo que palpa en su entorno diario, acaba viendo diluida la noción de sufrir una tragedia individual o colectiva.
Lo aprecié dando una charla en mi antigua facultad de Periodismo hace semanas. Aquellos chavales no parecían muy inquietos con la que estaba cayendo fuera, y los augurios lúgubres sobre su futuro laboral. Claro, son la generación centennial, pensé. En cambio, los milleniales vivimos la crisis de 2008, cuando había algo por lo que luchar y la movilización suponía una forma de resistencia frente a los despidos, los desahucios o la burbuja bancaria. Ahora, se viene la anestesia, el amansamiento ciudadano en relación con las propias condiciones de vida.
Sin embargo, a veces el horror llega para sacudirnos la parálisis, demostrando que la precariedad también mata. Nunca será lo mismo trabajar al sol que en una oficina, por mucho que se restrinja el aire acondicionado. La crisis climática plantea ahí nuevos retos de justicia social. Aunque en lo económico estén tan resignados, aquellos jóvenes que llenaban plazas los viernes contra el calentamiento global luchaban también contra nuevos vectores de la ecuación de clase, quizás sin saberlo.
El problema es que la percepción de falsa clase media está muy extendida, y eso juega en contra de desvelar conciencias, de padres a hijos. Cualquiera que gane hoy un euro más que 20.500 euros está en la mitad más rica del país, nos dicen. Pero sigue por debajo de la media de la Unión Europea, y de países como Italia, Francia, o Austria. Nuestro poder adquisitivo es sólo ligeramente superior al de Europa del Este.
Proliferan, en cambio, los discursos liberales que deslegitiman la existencia misma de la pobreza o de las clases sociales. La realidad es que el futuro dibuja una sociedad más desigual, que es lo mismo que más polarizada. Por ejemplo, la vivienda será otro eje de injusticia social en breve. Muchos de esos jóvenes adormecidos no podrán ahorrar con esos sueldos de miseria para comprarse un piso. Quien herede propiedades subirá de escalafón automáticamente, entrando al futuro selecto club de propietarios.
Con todo, el contexto actual es un arma de doble filo ante nuestro coma colectivo. La inflación diezma los hogares en silencio, sin imágenes, no como en la crisis de austeridad, que dejó estampas de familias saliendo por la ventana de su casa. La UE sabe que no se puede permitir más estampas, más inestabilidad social, más polarización, más extrema derecha o populismo. Y por eso esta vez abrió el grifo del dinero, pero eso se podría ir acabando.
Aunque una sociedad donde el escándalo deje de impresionarnos legitimará siempre de forma implícita la crueldad frente al drama de sus vecinos, el mirar para otro lado. Como en Los Ángeles, la cuna de la desigualdad y el capitalismo, donde uno puede ir esquivando vagabundos por la calle a quien nadie ve porque, oye lo normal es que haya aquí una persona pidiendo.
Y lo normal se ha vuelto en España, una de las primeras economías del euro, ver a familias buscando en cubos de basura, haciendo la ronda por las noches con sus niños, y no sólo en las grandes ciudades. Lo normal parece ser el crecimiento de las colas del hambre, o acabar en una de ellas, aun sin sentirse uno más entre esos iguales. Pero lo normal nunca puede ser semejante pobreza. Lo normal en una sociedad que se cree libre, crítica y democrática sería despertarse del letargo.
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