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Migrantes
Columna
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Darién

No existe tapón de ese territorio colombiano ni muro de Trump que pueda con el anhelo de prosperar de los migrantes, tanta aflicción ni tanta hambre juntas

Ibsen Martínez
Una migrante venezolana que ha caminado desde Venezuela hasta Necoclí, en Colombia.
Una migrante venezolana que ha caminado desde Venezuela hasta Necoclí, en Colombia.Santiago Mesa

La ola migratoria venezolana no cesa.

La emigración que signa la historia reciente del país comenzó hace ya una década, al tiempo que Nicolás Maduro sucedía al difunto Hugo Chávez y el ciclo de precios del crudo comenzó a serle adverso a la revolución bolivariana.

Las rutas para dejar Venezuela por mar y tierra ya son muchas y han venido cambiando con el tiempo, según han surgido, ya en la realidad, ya en la imaginación de quienes deciden partir, destinos donde “parece que la cosa está mejor que aquí”.

Durante largo tiempo los refugiados fueron masivamente hacia el sur y así llegaron hasta el confín austral del continente. Ya no hay punto en el mapa donde no se haya registrado un naufragio o un accidente de carretera con saldo de muertes venezolanas. Dos millones doscientos mil venezolanos, quizá más, permanecen en Colombia.

Nunca será suficiente exaltar la solidaridad que estos desafortunados han encontrado en toda nuestra América. En Colombia, sin embargo, es donde la diligencia y previsión del funcionariado han brindado ejemplarmente garantías de todo tipo a los derechos humanos de los refugiados, notablemente los de acceso a la salud y el derecho a una identidad. Todo ello en medio de la calamidad que para el Gobierno de Iván Duque supuso la pandemia.

En las últimas semanas, sin embargo, coincidiendo con las protestas contra el alto costo de la vida que paralizan la vecina Panamá, las autoridades panameñas y los organismos competentes de la ONU difundieron cifras muy consternadoras: el Servicio Nacional de Migración de Panamá ha observado que, en lo que va de 2022, han entrado al país 48.430 personas por la peligrosa selva de Darién. El 58% de estos migrantes son venezolanos.

Esto reportaba para El País América, hace apenas cuatro meses, la periodista Catalina Oquendo: “La temida ruta del Darién que atravesaron 133.000 migrantes en 2021 ya no suena a creole. Los haitianos, que cruzaban en masa esa peligrosa trocha, donde un número incontable ha desaparecido o perdido la vida, ya no son mayoría. Siguen intentando llegar de Colombia a Estados Unidos, pero en la trocha se imponen ahora el español y los sonoros “panas” de los migrantes venezolanos”.

La sola palabra, Darién, es cifra de acechanza y de muerte en los recuerdos de bucanero que dejó escritos Alexandre Exquemelin, filibustero enrolado en la Cofradía de los Hermanos de la Costa en la Isla de Tortuga en la segunda mitad del siglo XVII. En sus memorias, este “caballero de fortuna” que llegó a integrar como cirujano las tripulaciones de Henry Morgan y de El Olonés, sitúa en los pantanos y manglares de este selvático trecho del istmo centroamericano todos los peligros y tormentos imaginables.

García Márquez pone a Blacamán el Bueno, vendedor de milagros, a vocear sus contravenenos y yerbas de consuelo “trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién”. Confieso que por cosas como ese magnífico cuento de Gabo el lugar fue siempre para mí un exotismo de novela histórica hasta que comenzó a aparecer cada vez con más frecuencia en las crónicas sobre la crisis migratoria que estremece a la región.

Hace poco conocí a una señora de mucha conversación, nativa del oriente de Venezuela, que tiene un puesto de granjerías en Cedritos, el distrito bogotano “colonizado” por emigrados de mi país. Granjerías llamamos en mi tierra a las golosinas hechas en casa, como el afamado “pan de horno”. La señora tiene ya cinco hijos regados con sus familias por toda la geografía del continente. Fue a ella quien por vez primera oí hablar de una montaña que en el Darién llaman La Llorona. Recordé el lugar cuando, días atrás, leí el relato que una emigrante venezolana hizo de su odisea al diario TalCual de Caracas.

Luego de innúmeros contratiempos, traiciones de los coyotes, extorsiones de las policías y noches de insomnio y desorientación pasadas en descampado, se llega al pie de La Llorona, así llamada porque allí está la playa de todos los desfallecimientos, el lugar donde el ánimo flaquea hasta echarse muchos a llorar.

Es en esta montaña donde muchas personas han sido abandonadas por los coyotes y donde han ocurrido terribles matanzas de migrantes. Agotados sus pocos recursos, enfrentados a una travesía por mar en embarcaciones endebles y temerosos de morir a manos de salteadores, es allí donde desisten muchos.

La joven del relato publicado en Tal Cual vivió allí su noche triste, junto con su esposo, pero se sobrepusieron y siguieron adelante, a través de Costa Rica, Nicaragua. Honduras, Guatemala... No así mi amiga de Cedritos. “En La Llorona fue donde mi hija y yos nos rajamos y dijimos qué va”.

Con todo, sobrecoge el denuedo de los centenares de miles de venezolanos, colombianos, centroamericanos y gente de toda la cuenca del Caribe que, en desafiantes caravanas, se encaminan a la frontera de los Estados Unidos. No se puede disuadir la determinación de quienes rompen con la indefensión en que viven en sus países y, dirían en Cuba, cogen camino a la Yuma. No hay tapón del Darién ni muro de Trump que pueda con tanto anhelo de prosperar, tanta aflicción, tanta hambre juntas.

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