Sirena revisitada
Los niños ya no leen lo que yo leía porque eso, dicen, los arrojaría al trauma. La librera me recomendó varios libros: uno abordaba el miedo a la oscuridad, otro el respeto a los animales. Eran libros con objetivo
Fui a comprar libros para un niño. Los niños ya no leen lo que yo leía porque eso, dicen, los arrojaría al trauma. La librera me recomendó varios: uno abordaba el miedo a la oscuridad, otro el respeto a los animales. Eran libros con objetivo. Pensé en La sirenita, el relato de Andersen en el que una sirena de voz celestial salva a un príncipe de morir ahogado, se enamora de él y hace un pacto con la bruja del mar que le proporciona piernas a cambio de quedar muda y renunciar a los 300 años de vida que garantiza la existencia sirenil. La cosa va de mal en peor: el príncipe no se le enamora, para recuperar su cola de sirena debe matar al sujeto —que se ha casado con otra— pero no encuentra fuerzas para hacerlo y se arroja al mar. Aunque Andersen dice que “se transforma en espuma”, es un suicidio. Mi abuela me lo leía en una colección de clásicos ilustrados condensadísimos —ocho centímetros por seis—, llamada Joyas de la literatura universal. Verne, Kipling, Stevenson. Las ilustraciones de La sirenita son soberbias, voluptuosas. Me llenaron de imaginación y morbo (se le ven los pechos) pero nunca supe quién las había realizado: estos libros no llevan firma de los dibujantes. Durante años, La sirenita tuvo para mí la plasticidad ovárica y mágica con que la había dotado un desconocido. El otro día busqué el libro y, después de décadas, me dispuse a investigar quién era el autor de los dibujos. Me tomó cinco minutos. Porque en la escena del naufragio descubrí, contrabandeada, la firma de Juan Arancio, un dibujante argentino que vivió modestamente en la provincia de Santa Fe. Entonces, como si hubiera estado al acecho, escuché la voz de mi abuela leyéndome ese cuento en la oscura felicidad de los inviernos: “En la zona más profunda del mar existe una fabulosa ciudad”. Dylan Thomas escribió: “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque/aún no ha tocado el suelo”. Quizás no lo toque nunca.
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