Se acabaron los lujos, llegan las vacas famélicas
Antes de que las sombras caigan sobre Europa, conviene recordar que los tiempos oscuros son también tiempos de hedonismo, no de mortificación
El monstruo de la opinión pública se ha puesto de uñas con Dabiz Muñoz porque ha dicho en una entrevista que el menú de 365 euros de su restaurante no es un lujo para ricos. Y no le falta razón: guardando un euro al día se puede uno regalar un menú para su cumpleaños. Si guarda dos, invita a su pareja. Con una renta por hogar de 30.552 euros, según el INE, hay bastante gente en España que puede permitirse tirar un día la casa hipotecada por la ventana. Ahorran para esa cena, como ahorran para esa semana en París o para ir a la final de la Champions. Otra cosa en la que tenía razón el chef Muñoz: hay conciertos, festivales, funciones de ópera y partidos de fútbol que cuestan un ojo de la cara, sin que nadie los considere lujos, porque el lujo es más subjetivo y menos social de lo que parece. Para Fernán-Gómez, consistía en hacer lo de todos los días, pero sin preocuparse por ganar dinero y con un mayordomo que le sirviera el whisky, y para mi amiga Rosa Belmonte (y para mí, pero la idea es suya) es poder comprar los libros que uno quiera.
Todos los pitos que recibió Muñoz por elitista y enajenado de la realidad popular fueron aplausos para el presidente Macron por su discurso histórico sobre el fin de la alegría de la semana pasada. Manteamos al cocinero que nos ofrece juergas y vitoreamos al presidente que, contradiciendo a Ricardo III, dice que el verano radiante de York ya es invierno de nuestro descontento.
Se acabaron los lujos, ya no habrá caprichos, vienen las vacas famélicas. No faltarán quienes vean en el futuro inmediato un camino hacia la purificación, una limpieza de todo lo superfluo y lo banal. No más reguetón, vuelven las nanas de la cebolla. Aleluya, estamos salvados. Pero antes de que las sombras caigan sobre Europa, conviene recordar que los tiempos oscuros son también tiempos de hedonismo, no de mortificación. El terror del año mil y la peste negra inspiraron bacanales, y Fernán-Gómez recordaba en sus memorias que, en el Madrid sitiado de la guerra, los teatros estaban a tope y se aprovechaba cualquier momento, entre bomba y bomba, para reír y gozar. Cuando crees que esa carcajada puede ser la última, ríes mucho más fuerte. Quizá dentro de unos meses acordemos que aquellos caprichos de estrella Michelin y aquellas noches en la ópera no eran pecados tan graves ni dispendios tan extravagantes. Ojalá no tengamos que descubrirlo.
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