Los miserables
Madrid es una ciudad de servicios sociales rotos y mendigos por la calle. Y esto supone un problema para los que no creemos en la limosna, sino en la política.
La afición de los hijos por las mascotas tiene algunos efectos beneficiosos. Para una persona sedentaria como yo, más proclive a darle la lata a mis ideas que a mi cuerpo, el paseo de las mañanas con el perro es sin duda un ejercicio saludable. Me permite, además, conocer las realidades de primera mano y hasta conocerme a mí mismo sin ladrar. Una visión temprana de la ciudad ayuda a tomar conciencia del número de mendigos que duermen en la calle. La pobreza es tan cotidiana y está tan extendida como la luz del amanecer o la oscuridad de la noche. En cualquier recodo nos esperan un cuerpo bajo una manta sucia y una bolsa de plástico con botellas de agua, vino y restos de comida. Madrid es una ciudad de servicios sociales rotos y mendigos por la calle. Y esto supone un problema para los que no creemos en la limosna, sino en la política.
Cerca de mi casa hay un edificio de grandes soportales. Allí se convocaba una galería diversa de sacos de dormir y ojos desamparados bajo el frío nocturno. Pero hace unos meses me llevé la sorpresa de que los propietarios del edificio habían apostado por una intervención artística. Ahora ocupa el antiguo espacio de la mendicidad una colección metálica parecida a los tubos de órgano que resuenan en las catedrales. Los miserables se han quedado sin lugar.
Uno saca al perro de paseo y acaba meditando sobre las diferencias notables que hay entre el arte implicado en la vida real, las palabras que nos ayudan a conocer la sociedad y las variedades, viejas o modernas, que quieren entretener la mirada para que el mundo oculte sus miserias y se olvide en sus ritos sonoros de los miserables. Al volver a casa, como quien le pone agua al perro, me pongo ante los ojos un poema de Pasolini o Bertolt Brecht.
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