Acelerón europeo en materia energética
La Comisión opta por gravar los beneficios extraordinarios de las empresas para paliar los efectos de la guerra en Ucrania
La solemne sesión anual sobre el estado de la Unión en el Parlamento Europeo, conectada a otros debates nacionales como los celebrados en el Congreso de los Diputados español, marca un antes y un después. Se trata de un momento de enorme aceleración en el diseño de políticas comunes que tienen que ser útiles contra los desafíos derivados de la invasión de Ucrania por la Rusia de Vladímir Putin y de correlativa profundización en la dinámica integradora europea que debe hacerlas posible. Pocas veces como ahora las instituciones europeas estuvieron tan en sintonía con las dinámicas nacionales, que responden además a una longitud de onda similar del estado general de opinión de la ciudadanía, tal como se manifiesta en los últimos eurobarómetros. Estos registran altos niveles de complicidad de la población (superiores al 80%) con la actual acción exterior de la UE hacia Ucrania y con el diseño de una política energética autosuficiente, y de profundización en las políticas exterior y de seguridad comunes en un sentido mucho más ambicioso.
Si la pandemia y la consiguiente recesión económica que provocó desencadenaron una rotunda inflexión federal a la política económica de la Unión, multiplicando el Presupuesto y dando paso al endeudamiento común mediante eurobonos —eternamente negados por la intransigencia ordoliberal—, ahora la respuesta a la agresión rusa va a exigir similares saltos de dinámica federal en lo tocante a la siempre pendiente política exterior. Las afirmaciones de la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, fueron el miércoles contundentes cuando se refirió a la continuidad del compromiso europeo en la defensa de Ucrania, a las transferencias que exigirá el apoyo a la reconstrucción del país y al mantenimiento de las sanciones económicas y diplomáticas al círculo de Vladímir Putin, y confirman la solidez, sin apenas fisuras, de la estrategia proyectada coherentemente por el alto representante Josep Borrell. La unidad europea a este respecto se enfrentará en otoño e invierno al tremendo desafío que supone la desaceleración económica que se avecina combinada con los altos precios de la energía, más aún si Putin cierra el grifo del gas.
Así que seguramente lo más nuevo sea el enorme paso adelante que se pretende dar en la estrategia energética común, una condición inexcusable para asegurar un crecimiento económico sostenible, especialmente en un continente con escasos recursos propios en este ámbito. El punto de partida era negro, dada la inexistencia de un verdadero mercado interior energético dotado de un aprovisionamiento diversificado, la falta de suministros sólidos, una política de precios sensata y la ausencia de una red y estructura de la demanda comunes, como tantas veces denunció España. La pasada primavera se produjo un avance inicial, aunque aún en un tono defensivo y sin mediar autocrítica, mediante el programa Repower: almacenamiento del gas al 80%, sustitución de importaciones, voluntad de reforzar las renovables (especialmente la solar fotovoltaica), tolerancia de la llamada excepción ibérica… Todo eso se hizo consiguiendo sortear las distintas situaciones por las que atravesaban cada uno de los socios, y por tanto las consiguientes dificultades para fraguar consensos y decisiones rápidas en un entorno de guerra.
Ahora, finalmente, se ponen las bases para una respuesta de más largo plazo, y más categórica. Se reconoce la necesidad de una “reforma profunda” del mercado energético, y del deficiente mecanismo marginalista de fijación de precios. Se opta, además, por una intervención enérgica del poder federal, ampliando sus competencias para dictar ahorros obligatorios a los gobiernos, y se afronta la realidad dual de que unos (las poblaciones) son víctimas de las lacras de la guerra y particularmente del disparatado crecimiento de la inflación, mientras que otros, como el grueso de las empresas energéticas, obtienen “beneficios extraordinarios y sin precedentes gracias a la guerra y a costa de los consumidores”. A estas, por tanto, se les dictarán límites a sus ganancias y nuevos impuestos sobre sus beneficios. La presidenta Von der Leyen rompe así unos cuantos tabúes propios del neoliberalismo de mercado, invita a superar el quietismo administrativo de la era de la abundancia y se enfrenta al secuestro parcial de la Comisión por los grupos de presión sectoriales. Es un dato histórico.
También lo es el hecho de que, simultáneamente, el Gobierno español haya logrado aprobar un decreto energético que guarda muchas similitudes (modificación del sistema de fijación del precio de la electricidad, impuesto a los beneficios “caídos del cielo”, ahorro energético compulsivo y no solo voluntarista) con el esbozado por Bruselas, al que inspira. Y, sobre todo, la significativa circunstancia de que el liderazgo conservador europeo (de la democristiana Von der Leyen, pero también del presidente y líder parlamentario del Partido Popular Europeo, Manfred Weber) sintonice con el grueso del proyecto del Gobierno de España y desautorice así la cruzada destructiva lanzada contra él por su terminal local, el PP de Alberto Núñez Feijóo. En su estrategia de oposición, su equipo puso en marcha una audaz capacidad de insulto al calificar la acción del Ejecutivo de “felonía fiscal permanente y generalizada”, y lo acusó de apoyar una “economía arbitraria y doctrinaria” y de proximidad “al comunismo más bilioso”. Por desgracia para todos, incluidos sus rivales, el PP español disiente así del PPE, coincide con el voto de los grupos ultraderechistas en Estrasburgo y dilapida la posible consideración de sus propuestas energéticas como algo serio, relegadas a alguna intención buenista (autocontención en el gasto, ahorro voluntario pero subvencionado) y el desprecio a una política de equidad fiscal indispensable en momentos de enormes emergencias e hirientes desigualdades sociales.
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