Teorema de una frase
La política vive en una especie de filibusterismo verbal sostenido, donde se alarga el tiempo con discursos hasta que lleguen las siguientes elecciones
Cuando la gente no tiene nada que decir, habla. Será por miedo al vacío. El día en que llegué al Congreso, pregunté a un portavoz por una encuesta que se acababa de publicar. “No la he visto”, me contestó. Le aparté el micrófono entonces, y se extrañó: “¿Pero qué haces? Algo tendré que decir”. Y dijo. Se perdió en una declaración de un minuto, un minuto sin fin, aunque no supiera siquiera si aquel sondeo le daba algún escaño de más. Tampoco importaba. Aprendí pronto que los políticos pasean con los bolsillos llenos de frases, como si fueran monedas sueltas. Necesitan de ellas para sobrevivir, y tiene lógica: si pregonan que las ideologías se mueren y nadie se lee los programas electorales, de alguna manera habrán de buscar sus votos.
El gran autor contemporáneo de frases es Mariano Rajoy, que no las citaba como aforismos ni ocurrencias, sino para escapar de cualquier aprieto. Rajoy las usaba lo mismo que Alfaro usaba las piernas: para defenderse. Cuando veía venir una pregunta sobre los recortes, hablaba de las alcachofas. Si le sacaban las crisis, comentaba irónico el frío que hacía en Bruselas. Luego se envolvía en frases interminables en las que se quedaba a vivir, porque cuanto más las alargaba más posibilidades tenía de que los problemas le hubieran renunciado por sí solos. Eso mismo le sucedió la tarde de más apuro, cuando, en la Audiencia Nacional, quisieron saber por qué le había escrito a Luis Bárcenas que en su Gobierno hacían lo que podían: “Hacemos lo que podemos significa que no hacíamos nada”. Aquella tarde se sonrió, sorprendido de su propio regate.
Alberto Núñez Feijóo no es Mariano Rajoy, pese a que a veces entona parecido. El otro día le pasó al hablar de Cataluña y de los padres y los hijos y de que nadie de la familia tiene derecho a excluir a una parte de la familia. Los indicios apuntan a una metáfora, pero quién sabe. Hay quien sostiene que es una estrategia porque con expresiones así los candidatos logran que se hable de ellos. Es mucho sostener que, si nos ponemos a ver tácticas en cada detalle, al final nos sorprenderá que la vida no acabe igual que las películas. La salida de Feijóo parece más bien lo contrario: un intento infructuoso de construir una frase que no fuera prefabricada, como lo son tantas, y que además demuestra que la política vive en una especie de filibusterismo verbal sostenido, donde alargan el tiempo con discursos hasta que lleguen las siguientes elecciones.
Lo que no significa que no haya estrategias, por supuesto, si apenas quedan ya frases que se improvisen y se dejen caer al tuntún, en un mundo que no han hecho de realidades, sino de encuestas. Ocurre que esos eslóganes de artificio ahora calan bien poco y su dominio requiere de una gran habilidad. Requiere, de entrada, una vocación clara de provocar, al decir, por ejemplo, que a los jóvenes les falta en general cultura del esfuerzo. Requiere que se elija el momento con premeditación: al soltarlos, por ejemplo, en un acto junto al líder del partido al que se pretende eclipsar. Y requiere, claro, de un problema real para ocultar, pongamos una posible huelga de los sanitarios. Ahí es cuando surte efecto la frase, a la manera de los magos: para que cuando vengan a preguntarte no te haga falta un sujeto ni un verbo. Bastará con el humo, con el que se han levantado grandes carreras políticas.
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