Si hoy un combatiente ruso hablara con el soldado Švejk
La guerra de Putin en Ucrania podría acabar provocando, en caso de derrota, la fragmentación de la Federación de Rusia. Para evitarlo, Moscú debería aprender su lección de la historia
En febrero de 2022, un paracaidista profesional ruso fue llamado a luchar en el ejército contra Ucrania. Él y su unidad entraron en Jersón para conquistar la ciudad portuaria. Luego se atrincheraron 70 kilómetros más allá, cerca de Mikolaiv. Durante un mes largo padecieron el fuego de la artillería pesada ucrania. El soldado sufrió heridas en la cabeza, que le provocaron una infección ocular. Entonces pensó: “Nuestra misión es absurda, ¿por qué estamos en esta guerra? Dios, si sobrevivo, haré lo posible para detener ese disparate.”
Debido a su infección ocular, Pável Filátiev, así se llama el soldado, ingresó en un hospital de Crimea. Durante los 45 días que duró su hospitalización redactó un diario personal sobre su experiencia en la guerra que publicó el pasado agosto en la red social Vkontakte y lo tituló ZOV (“llamada” en ruso; además de ser las siglas rusas de la guerra contra Ucrania). Tras la publicación, el exparacaidista se vio obligado a esconderse: se alojaba en hoteles una sola noche. Su madre le aconsejó que abandonara Rusia. Viajó de un país a otro —le detuvieron en Túnez pensando que era un espía— hasta llegar a Francia donde pidió asilo político.
Poco después de su publicación tuve acceso a ZOV en ruso. El relato, que empieza el 24 de febrero, día de la invasión rusa de Ucrania, es una fuente única de información sobre las condiciones de vida del ejército ruso en el frente ucranio. Los soldados desconocían su destino. “Tardé semanas en entender que no había guerra en territorio ruso y que Rusia había atacado a Ucrania,” explica el autor y a continuación informa sobre el estado de envilecimiento en que se encuentra el ejército. “Los paracaidistas, la élite del ejército ruso, capturaron Jersón y empezaron a robar ordenadores porque su valor es superior a su salario. Luego atacamos las cocinas. Como animales, devoramos todo lo que había: avena, gachas, mermelada, miel… No nos importaba nada, nos habían llevado al límite, a un estado salvaje. Como secuestrados, solo intentamos sobrevivir”.
Mientras leía ZOV —que pronto aparecerá en español— no pude dejar de pensar en Las aventuras del buen soldado Švejk, del escritor checo Jaroslav Hašek (cuyo centenario se cumple dentro de poco: murió el 3 de enero de 1923). Aunque la novela checa está escrita en clave de humor —Milan Kundera la considera la mejor novela cómica moderna—, mientras que en ZOV se aprecia un tono grave, estremecedor, que raya la ira, ambos libros tienen mucho en común. Los une su mensaje antibélico, la acusación de la absurdidad de la guerra y la denuncia de los que la ponen en marcha sin preocuparse de quienes la sufren, sean soldados o civiles.
Al igual que Filátiev, Jaroslav Hašek, que combatió en la Primera Guerra Mundial, pone en evidencia la desmoralización del ejército austrohúngaro que tampoco podía comer bien ni descansar ni disponía de armamento moderno. Además, ambos imperios multinacionales se ganaron la animadversión de las naciones apartadas de Moscú y de Viena por su trato dominador.
Si Filátiev huyó de Rusia, también Hašek se pasó al enemigo, en su caso a los rusos; en la novela vemos cómo Švejk, ese simpático bufón, una especie de Sancho Panza, se pone el uniforme ruso para comprobar si le favorece. Todas estas actitudes revelan lo mismo: la guerra es un disparate y hay que arreglárselas como sea para huir de ella. Ambos libros giran alrededor de la idea que los combatientes solo ayudan a algún poder abstracto, deshumanizado y kafkiano, pero en absoluto a las personas.
Filátiev observa: “La mayoría de los miembros del ejército estaban descontentos con el frente, el Gobierno, [Vladímir] Putin y [el ministro de defensa ruso, Serguéi] Shoigu que nunca ha servido en el ejército”. En la novela de Hašek, los soldados y civiles austrohúngaros expresan su menosprecio por los mandatarios del imperio a través del humor negro. “Las moscas se cagan en el retrato del emperador Francisco José”, dice el tabernero y acto seguido queda detenido.
Hašek, y toda la pléyade de escritores centroeuropeos, de Praga, Viena y otras ciudades, vivieron un período de transición, el final de una época y el comienzo de otra. El imperio austrohúngaro se estaba hundiendo, se había acabado un periodo que más tarde describiría Stefan Zweig como “el mundo de ayer”. El cambio, la guerra y el miedo a lo desconocido impregnaban el aire. Es entonces cuando Hašek escribió su Soldado Švejk; Joseph Roth, La marcha de Radetzky; Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad, y Franz Kafka, El proceso.
La Primera Guerra Mundial ayudó a que se autodestruyera el imperio austrohúngaro que la había iniciado. Sin intención de buscar paralelismos que pueden resultar engañosos, la invasión rusa podría provocar, en caso de derrota, la fragmentación de la Federación de Rusia tal como la conocemos hoy. Para evitarlo, Moscú debería aprender su lección de la historia.
Pero puede que ya sea demasiado tarde.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.