Jueves negro para la democracia española
En el fondo de la crisis constitucional están los hábitos mentales de los dos grandes partidos acostumbrados a repartirse el CGPJ, descartando cualquier alternativa. Lo más urgente ahora es interrumpir la alarmante escalada de violencia verbal
Como datos meteorológicos que rompen sus propios récords desde que hay registro, el pasado día 15 la temperatura política de nuestro país alcanzó niveles no recordados desde que echó andar nuestra democracia: una jornada aciaga, un jueves negro. Un par de jornadas más como esta y estaremos hablando de descomposición de nuestro régimen constitucional. Hace cuatro días, esto hubiera sonado a injustificado alarmismo. Hoy, en cambio, hay auténtica al...
Como datos meteorológicos que rompen sus propios récords desde que hay registro, el pasado día 15 la temperatura política de nuestro país alcanzó niveles no recordados desde que echó andar nuestra democracia: una jornada aciaga, un jueves negro. Un par de jornadas más como esta y estaremos hablando de descomposición de nuestro régimen constitucional. Hace cuatro días, esto hubiera sonado a injustificado alarmismo. Hoy, en cambio, hay auténtica alarma ante la aceleración de la crisis de nuestras instituciones.
En estas circunstancias, lo primero es saber cómo hemos llegado hasta aquí, pues solo el conocimiento de lo que nos ha pasado puede permitirnos enderezar la situación. No se trata de rastrear el origen último de todos los males que hoy nos acechan. Basta centrarse en lo más reciente, es decir, en la cuestión de la provisión de la renovación de los órganos constitucionales.
En el origen de esta dimensión de la crisis constitucional en la que nos hallamos se sitúa una de las convicciones peor fundadas que conozco: la de que los 88 diputados del Partido Popular en el Congreso tienen sin más la capacidad, por sí mismos y sin ayuda de nadie, de bloquear la elección de 10 vocales del Consejo General del Poder Judicial por parte de una Cámara integrada por 350 diputados. Una irresponsabilidad de este calibre no está en las solas manos de ese grupo parlamentario. Y está lleno de interrogantes lo que puedan ganar otros grupos parlamentarios al sumarse a un comportamiento prima facie tan ajeno a la lealtad constitucional como sería el decidido propósito de hacer fracasar cualquier debate en el seno de la Cámara que pudiera conducir a un acuerdo en torno a 10 nombres. Pero la cuestión es esta: los pronósticos más o menos fundados que puedan hacerse respecto del éxito o el fracaso de un proceso de designación son independientes del inexcusable deber de ponerlo en marcha por parte de la presidencia y Mesa de la Cámara.
Cierto es que las cosas son más complicadas en la otra Cámara, pero también es cierto que esa mayor dificultad no impide la entrada en plenitud de funciones de la mitad del Consejo así renovada (artículo 570 de la Ley Orgánica del Poder Judicial). En el fondo de todo esto se encuentran unos hábitos mentales de los dos grandes partidos acostumbrados a distribuirse la composición del Consejo, descartando de entrada cualquier hipótesis distinta a la del tradicional acuerdo entre ambos. Y unos usos parlamentarios que reducen la actividad parlamentaria a la estricta emisión de un voto de sentido preestablecido (véase los artículos de Manuela Carmena en EL PAÍS de 28 de octubre de 2020 y de 2 de noviembre de este año, exhortando repetidamente a dar una oportunidad a la dinámica parlamentaria, sin el menor eco).
Dicho todo lo anterior, es irrefutable que, en el terreno de los hechos, el Partido Popular ha estado en situación de impedir, como de hecho ha impedido, la renovación del Consejo General del Poder Judicial con consecuencias deletéreas: a partir de ese bloqueo de la renovación del Consejo, se han venido sucediendo atropelladas reformas en nuestras leyes orgánicas. Así, se han cercenado facultades del Consejo directamente derivadas de la Constitución, cual es la provisión de dos puestos en el Tribunal Constitucional. Entretanto, el Tribunal Constitucional, reclamado su veredicto al efecto, ha optado por no dar prioridad al asunto. Con la consecuencia, cuando el tiempo se echa encima, de una posterior devolución al Consejo de esa específica competencia de nombramiento. Y la consecuencia, a su vez, de más legislación orgánica, imponiendo la tramitación de los referidos nombramientos en plazos que las Cámaras ni piensan en aplicarse a sí mismas. Con el resultado, finalmente, de una exasperante reacción de arrastre de pies por parte de una fracción del Consejo. Y así hasta llegar a unas apresuradas enmiendas en curso que pretenden acabar con la actual situación de impasse, incursas sin embargo en problemas de constitucionalidad.
En paralelo, se ha instalado la para mí extraña noción de que el constituyente configuró la ordenación de la renovación del Tribunal Constitucional sobre la base de unos “tercios” imaginados como entelequias respecto de los que cualquier ruptura sería anatema. Lo que se traduce a efectos prácticos en que, mientras no haya designación por el Consejo del Poder Judicial de los dos puestos en el Tribunal Constitucional cuya provisión les corresponde, la de los dos puestos encomendados al Gobierno queda congelada. Cuando la realidad es que ese tercer tercio integrado en la cadencia de renovación del órgano, a diferencia de los otros dos, ya está dividido por la propia voluntad del constituyente, al confiar cada grupo de dos a un órgano constitucional distinto, ambos plenamente autónomos el uno del otro en el desempeño de sus respectivas funciones. La referida noción ha calado sin embargo lo suficiente como para que el Gobierno no se haya decidido a proveer a la parte de la renovación a la que está obligado sino de forma tardía, con el añadido de la introducción de innecesarios elementos de polémica en lo que al contenido de su opción se refiere.
En esencia es así como hemos llegado a esto, es decir, a la formación de un nudo gordiano que el Gobierno, con su mayoría parlamentaria, resuelve cortar de la expeditiva y desacertada manera por todos conocida. El último episodio, por el momento, es la reacción del Partido Popular recurriendo en amparo al Tribunal Constitucional, instándole a la adopción de medidas cautelares inaudita parte, dirigidas a una insólita paralización inmediata del proceso legislativo en curso. No debo decir más en este último punto por lealtad a un órgano al que tuve el honor de servir en épocas pasadas.
Así nos encontramos, todavía en medio de la galerna. Sea como sea, se plantea la cuestión de cómo salir de esto. Lo más urgente es interrumpir la alarmante escalada de violencia verbal. Igual de urgente es poner fin al solipsismo de unos partidos que parecen comportarse como sonámbulos. Es obligado un urgente llamamiento a la responsabilidad por parte de todos los actores públicos. Ahora bien, en atención a su condición de pieza clave en un sistema con rasgos de presidencialismo, creo que son momentos en los que el presidente del Gobierno debe mostrarse como hombre de Estado. Puede que esto con algún coste inmediato: pero la población sabrá agradecérselo.
Por fin, y para el peor de los escenarios, se están oyendo voces recordando la misión del Rey de arbitrio en el “funcionamiento regular de las instituciones”. Ahora bien, es urgente advertir que estamos invocando un último cartucho que no podemos permitirnos quemar sin éxito. Como quiera que sea, estimo que la mediación real idealmente no debería activarse sino por la vía de un mediador regio que, a diferencia de lo que ocurre en otras monarquías parlamentarias, hoy por hoy no existe. Y desde luego cualquier intervención del Rey convendría que tuviera lugar, no por propia iniciativa, sino a instancia de unas partes dispuestas a poner fin a la actual deriva de nuestra vida pública. Lo crucial es que ese peor de los escenarios no se materialice.