Jordi Sabater Pi, un gran desconocido
El científico español fue el primero que desarmó, tras estudiar a los chimpancés, la presunta divisoria radical entre los seres humanos y las demás especies animales: la capacidad exclusiva para fabricar herramientas
Uno de los hallazgos decisivos sobre el comportamiento de los simios lo hizo un científico español que no tenía ni título universitario y cuyo nombre muy probablemente usted no ha oído nunca. En los años sesenta, en los bosques de Guinea Ecuatorial, el naturalista Jordi Sabater Pi se fijó en unos bastones como de cuarenta centímetros incrustados en las paredes de una termitera. Pensó que podían pertenecer a los pigmeos que habitaban la zona, pero tras mucha observación, y tras encontrar muchos bastones similares, Sabater Pi descubrió que eran chimpancés quienes los cortaban y los usaban, para extraer termitas y larvas sabrosas del termitero, y también para recoger un cierto tipo de arena con propiedades terapéuticas. Poco tiempo después, y en otras zonas de África, Jane Goodall iba a hacer descubrimientos similares, pero fue Sabater Pi quien publicó primero el suyo, nada menos que en la revista Nature, en 1969, no sin provocar el rechazo y hasta el escándalo de antropólogos y de filósofos. Su testimonio desarmaba de golpe la presunta divisoria radical entre los seres humanos y las demás especies animales: la capacidad exclusiva para fabricar herramientas.
Hasta hace unos días, yo tampoco sabía quién era Sabater Pi. En Cataluña era mucho más conocido. Lo descubrí encontrando por azar un documental ya empezado sobre él en el programa Imprescincibles de Televisión Española, dirigido por Alfonso Par. No sabía bien de qué se trataba, pero me quedé atrapado de inmediato: por un paisaje de selva que atraviesa un gran río; por una voz que invoca expediciones como las de los libros de aventuras que yo leía de niño; por dibujos asombrosos sobre todo, dibujos a lápiz y a pluma sobre hojas de libreta, dibujos de pájaros, de ranas gigantes, de árboles, retratos de gorilas dotados de una hondura psicológica como de ancianos pesarosos de Rembrandt, retratos de hombres y mujeres nativos, de una individualidad respetuosa y cordial, no estereotipos raciales sino caras de personas que devuelven serenamente la mirada a quien está mirándolas. Hace unos días, por culpa de esa ignorancia que es siempre mucho más grave de lo que uno sospecha, yo no tenía ni idea de la vida extraordinaria y ejemplar de Jordi Sabater Pi, pero ahora me recreo imaginándola, aprendiendo aquí y allá cosas sobre él, y comprobando una vez más el regusto melancólico que acompaña con tanta frecuencia las expresiones mayores del talento español, más todavía si se trata del talento científico.
En 1940, sin haber terminado el bachillerato, huyendo del hambre de la posguerra y de la insolencia de los vencedores, Sabater Pi llegó a Guinea para ganarse la vida y nada más llegar quedó fascinado por la naturaleza desaforada del trópico y por las vidas de los pobladores nativos, especialmente los de la etnia fang. No había nada que no le apasionara. El dibujo era su recreo y su herramienta más poderosa de investigación. Le gustaba decir que para un naturalista el dibujo es tan esencial como las matemáticas para un físico. Trabajando como administrador en una plantación de cacao y café tenía un trato continuo con los peones nativos. Para saber cómo veían y explicaban el mundo aprendió la lengua fang, las formas de comunicación a distancia de los tambores, el sentido ritual de los tatuajes, los conocimientos astronómicos gracias a los cuales los nativos determinaban el calendario de las siembras y de las cosechas. Empezó a establecer contactos con el Museo de Historia Natural de Nueva York y con revistas científicas internacionales. Descubrió una especie recóndita de pájaro-guía que ayuda a encontrar colmenas repletas de miel en la espesura de la selva y una de ranas gigantes que pesan más de cuatro kilos.
Todo lo medía, lo pesaba, lo dibujaba, lo describía meticulosamente, con una caligrafía de esmero escolar. A sus corresponsales por medio mundo les enviaba cartas de una solvencia científica tan seductora como los dibujos a varias tintas que las ilustraban. En 1972 National Geographic le dio una beca para investigar las vidas de los gorilas junto a Dian Fossey. Unos años antes, en 1969, había vuelto a Barcelona, tras la independencia de Guinea Ecuatorial. Tenía un trabajo en el zoo. Había publicado en las mejores revistas científicas internacionales, pero en su país no se le concedía mucho crédito porque carecía de un título universitario. Algo que le mortificaba era ser conocido sobre todo por un hecho anecdótico que fue muy célebre en los noticiarios en blanco y negro de entonces: Sabater Pi había encontrado en Guinea y traído al zoo de Barcelona al gorila albino Copito de Nieve, nombre de una cursilería que él detestaba.
El explorador africano, el naturalista avezado, el colaborador de Nature y National Geographic, se encontró con casi cincuenta años en un aula de primero de carrera. Hay quien nace teniéndolo todo, y hay quien ha de esforzarse con un tesón sin desaliento para dar cada paso en la vida. Sabater Pi hizo la carrera y el doctorado y cuando llegó a profesor introdujo por primera vez en una universidad española los estudios de Etología. Antiguos alumnos suyos cuentan que entraba a clase, se ponía delante de la pizarra y empezaba a dibujar, y cada línea iba cobrando vida a medida que él la trazaba, se convertía en el contorno exacto de un animal, en el gesto rápido de uno de aquellos chimpancés que hurgaban codiciosamente con sus bastones las paredes de tierra de un termitero.
Se acordaba de la primera vez que vio de cerca, en un claro de la selva, a una familia de gorilas. El macho dominante se volvió hacia él y se le quedó mirando. En esa mirada Sabater Pi encontró un grado de reconocimiento que luego hizo visible en muchos de sus dibujos: lo muy próximo y lo muy remoto de una conciencia tan visiblemente familiar que también es perturbadora. Si estos seres son tan cercanos a nosotros, aunque habiten en el interior de ese mundo cognitivo cerrado que es singular en cada especie, ¿qué clase de aberración moral estamos cometiendo al tratarlos como los tratamos, al cazarlos por capricho o por alimento, al disecarlos, al convertirlos en espectáculo, al encerrarlos de por vida en celdas enrejadas? Con la vejez arreció la militancia de Sabater Pi: decía que lo que la humanidad estaba haciendo con los grandes simios era literalmente un genocidio. En Guinea había conocido la arrogancia insolente de los colonos hacia los nativos y de los cazadores europeos hacia los grandes animales de la selva. Igual que había aprendido la sutileza poética de las leyendas y los conocimientos astronómicos que poseían los calificados como simples o salvajes, también había ayudado a descubrir la complejidad mental y la riqueza de matices sociales en las comunidades de los chimpancés y los gorilas. En los hallazgos científicos revolucionarios de Dian Fossey, de Jane Goodall y de Jordi Sabater Pi hay una lección moral sobre la actitud de los seres humanos hacia los otros animales que solo ahora estamos empezando a aprender. Fossey y Goodall son, merecidamente, celebridades universales. A Dian Fossey le dedicaron una película de Hollywood protagonizada por Sigourney Weaver. Cuando le iban a dar el premio Príncipe de Asturias a Jane Goodall, hubo voces que pidieron que se le diera a medias con Sabater Pi. No hubo suerte. Quizás se consideró que, teniendo tantos méritos, le faltaba el fundamental de ser ya muy conocido. Murió en 2009, y en las necrológicas se resaltó, para su fastidio póstumo, que había sido el descubridor de Copito de Nieve. Al menos ahora ha tenido el digno homenaje de un documental en la televisión pública española.
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