Los nuevos privilegios
Optar por becar a las clases altas y no inspeccionar exhaustivamente las notas del colegio al que se paga fomenta la pervivencia de un señoritismo acostumbrado a servirse de la ley para su propio beneficio
Puede que La forja de un rebelde sea una de las fuentes más pertinaces para comprender el funcionamiento de este país a principios de siglo XX. En su novela autobiográfica, Arturo Barea contaba muy bien cómo tuvo acceso a la educación gracias a sus tíos, puesto que él era huérfano de padre e hijo de una lavandera; cómo en el colegio religioso al que fue, incluso dentro del privilegio que suponía ir a la escuela, quedaba claro quién provenía de una familia de dinero y quién no, lo que le hizo comprender pronto en qué consistían las clases sociales; cómo, años más tarde, cuando tuvo que hacer el servicio militar en Marruecos, los hijos de las capas pudientes se libraban de lo peor del Ejército pagando su exención o un destino fuera de peligro. Por medio de su trilogía, Barea, de quien William Chislett acaba de rescatar dos textos inéditos, trató de explicar cuál fue la ruta de una generación que, poco tiempo después, acabaría protagonizando una guerra tras el intento de corregir esa desigualdad de base por parte de la II República.
La dictadura resultante de la contienda a la que Barea dedicó el tercer volumen de La forja de un rebelde propició una regresión absoluta en materia educativa. Y no sería hasta la década final del franquismo cuando los hijos de las familias trabajadoras pudieron ir poco a poco entrando en un sistema de promoción por medio del estudio, aun cuando sus peldaños iniciales siguieran estando controlados esencialmente por la Iglesia. La democracia apuntaló esa apertura a través de la ampliación de becas y centros de titularidad pública. Sin embargo, más que una forma de garantizar la gratuidad de la educación en aquellos enclaves donde el Estado no pudiera ofrecerla, que ha sido el argumento esgrimido hasta hace muy poco, el modelo de conciertos diseñado por el primer Gobierno socialista, y jamás puesto en duda por ninguno de los Ejecutivos que lo sucedieron, obedeció más bien a un pacto de paz social entre las dos grandes fuerzas ideológicas que, en el terreno de la educación, se hacen más visibles que en otros asuntos.
Ese acuerdo implícito, no obstante, ha sido a menudo contestado por una de las partes: aquella que no ha visto amenazados sus privilegios de selección sin faltarle en ningún momento la subvención estatal, por no hablar del profesorado que imparte Religión en la enseñanza pública y cobra como un funcionario, aunque su puesto sea designado de forma arbitraria por el obispado. Desde una mentalidad laica, moderna y republicana en un sentido francés, este modelo de enseñanza concertada y confesional solo podría ser convalidado con el tiempo si se asume que, durante el periodo que va de la década de los sesenta a finales de la de los noventa, en España existió un sistema de promoción meritocrático entendido desde un punto de vista socialdemócrata. Por primera vez en la historia española, hijos de obreros, campesinos y amas de casa pudieron optar sin más trabas que las de su propio esfuerzo a carreras universitarias que les permitieron vivir significativamente mejor que sus padres.
Sin embargo, ese paradigma comenzó a resquebrajarse con el cambio de siglo y acabó implosionando con la crisis económica de 2008. La universidad empezó a deslizarse, de forma más o menos encubierta, hacia el negocio privado. Por su parte, en la enseñanza primaria y secundaria, la práctica totalidad de comunidades autónomas recortaron recursos y profesorado, y permitieron un número de alumnos por clase mucho más alto que el recomendado. Ahora, del mismo modo que parece que no hemos aprendido de la pandemia en la gestión del ámbito sanitario, ante el descenso de la natalidad, la Junta de Andalucía ha preferido suprimir el impuesto de patrimonio, desgravar las clases particulares y cerrar líneas en los colegios públicos, en vez de bajar sus ratios. Mientras, como explicó perfectamente en estas páginas María Fernández Mellizo-Soto, Madrid ha decidido relegar del todo la escuela pública a un papel residual, concebida como red de atención básica de clases bajas, familias inmigrantes y niños con dificultades: el último episodio es la concesión gratis de parcelas públicas para construir más colegios privados concertados.
El Gobierno autonómico de Madrid se ha empeñado en llevar a la práctica el sueño marxista de la solidaridad de clase, solo que de las clases altas y no del proletariado. Las becas a las familias de renta holgada para que sus hijos puedan estudiar la enseñanza postobligatoria en un colegio privado suponen un nuevo privilegio para los viejos privilegiados con los que se topó Barea: los ricos y la élite de la Residencia de Estudiantes. Con el sistema actual de acceso a la universidad, que premia más la trayectoria del alumnado en el bachillerato que la prueba de selectividad, las plazas de las universidades públicas más demandadas —que en España son las que tienen verdadero prestigio— están siendo copadas en su mayoría por quienes proceden de la escuela privada y concertada. Por mucho que los informes demuestren que los bachilleres de la pública aprueban más en primero de carrera, según ha informado Elisa Silió, las notas que se ponen en los colegios de pago son tan altas en los dos últimos años de instituto que los alumnos que vienen de la pública no pueden competir en pie de igualdad con la privada.
Ese es el nuevo privilegio que implican las subvenciones del Gobierno de Isabel Díaz Ayuso. Ese es el negocio. Esa es la trampa de la meritocracia de la que habla César Rendueles, y que ni la nueva ley de educación ni la reforma prevista de la prueba de la selectividad han querido valorar a fondo. Porque de poco sirve sopesar un cambio ambicioso de lo que se debe impartir, así como la forma en que ha de ser evaluado, si las condiciones previas están marcadas y determinan de manera tan rotunda el futuro. Al margen de la pauperización de su profesorado, una de las razones por las que Portugal mejoró no hace mucho en todas las pruebas educativas internacionales fue la importante reducción de los conciertos que llevó a la práctica el exministro Tiago Brandão Rodrigues, quien dejó su puesto de profesor en la Universidad de Cambridge para ocupar ese cargo. Allí probablemente conocería a los chums a los que se refiere en su libro homónimo Simon Kuper, la élite tory privilegiada e irresponsable que, con una visión nostálgica y exclusivista del Reino Unido, acabó llevándolo al precipicio del Brexit.
Y esa es también nuestra encrucijada. Optar por becar a las clases altas y no inspeccionar exhaustivamente las notas del colegio al que se paga fomenta la pervivencia de un señoritismo acostumbrado a servirse de la ley para su propio beneficio. Optar por poner sobre la mesa el debate de la escuela concertada, como hizo Brandão Rodrigues, y diseñar un modelo de acceso a la universidad que no premie por homologación a quien más que merecerlo hace uso de su estatus, corregiría en algo las desigualdades que provocan que la meritocracia solo pueda ser invocada por quienes parten con ventaja: los beneficiarios de los nuevos privilegios que, en el fondo, son los privilegiados de siempre.
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