Lo que Ana Obregón dice de nosotros
Como siempre que un tema nos arrasa, cuenta más de los que lo recibimos que de sus protagonistas y, aunque las imágenes no hablan, a menudo están llenas de palabras
Desde que apareció la imagen no se habla de otra cosa: teles, tertulias, radios, redes, casas y bares. Sin embargo, como siempre que un tema nos arrasa, cuenta más de nosotros que de sus protagonistas. Y digo protagonistas porque es evidente que Ana Obregón no está sola en la fotografía. Es verdad que ella es lo primero que vemos. A ella primero y a su hijo fallecido inmediatamente después. Él no aparece en la escena y sin embargo la inunda, hasta convertirla en la representación de una desgarradora tragedia. Y junto a ellos, tres víctimas más: la madre que parió al bebé, la niña recién nacida y la mujer que empuja la silla que transporta a Ana Obregón. Las imágenes no hablan pero a menudo están llenas de palabras. En la que nos ocupa todos los protagonistas nos están gritando. Escuchemos pues lo que cada uno tiene que decir.
El grito más fuerte es el de Ana Obregón, la protagonista de este drama. Ella, a diferencia de otros famosos, no ha llegado a tener un bebé en sus brazos por exceso de deseo o de dinero. Ana Obregón, lo sabemos, ha llegado hasta esa silla de ruedas arrastrándose por el pedregoso camino del dolor. Por eso antes que al bebé que lleva en brazos todos hemos visto al hijo que se fue. Y casi hemos escuchado su súplica: tened piedad de mi madre. En este sentido, la escena es comparable al momento en que Edipo rey se arranca los ojos en la tragedia de Sófocles. Supuestamente, asistimos a un nacimiento, pero como espectadores sabemos que asistimos al final del drama. Y es por eso por lo que produce en nosotros la catarsis, esa descarga emocional de la que hablaba Aristóteles y que nos ayuda a entender lo que estamos viendo pero también lo que no vimos o no quisimos ver. De modo que toda España se hace la misma pregunta a la vez: “¿cómo ha podido llegar a pasar algo así?” Pero, casi en el mismo instante, comprendemos que ha sucedido con nuestra ayuda. Nosotros, mudos espectadores, somos cómplices de la decisión de Ana. Porque nosotros aceptamos tácitamente que el turismo reproductivo sea una práctica consentida (y a menudo celebrada) en nuestro país. Sabemos que la gestación subrogada es contraria a los derechos humanos y tranquilizamos nuestra conciencia política con su prohibición. Pero, en la práctica, aunque los vientes de alquiler no son legales en España, registrar a sus hijos sí lo es. De modo que la producción industrial de bebés no está prohibida, sino encarecida. Ana habrá pagado entre 80.000 y 150.000 euros por llevar a esa niña en brazos.
Después de Ana y de su hijo, la tercera persona que grita en la imagen es la mujer que falta. Ninguna publicación ha hecho tan dolorosamente visible la negación de la madre gestante como la revista ¡Hola!. ANA OBREGÓN, MADRE DE UNA NIÑA, titulaba en letras mayúsculas su portada e ilustraba la exclusiva con una mujer de 68 en la silla de ruedas, como si fuera una recién parida. Y a continuación, más pequeño: por gestación subrogada en Miami. Aunque lo más sangrante es el texto que explica la noticia (aún en la portada): “Las emocionantes imágenes de la felicidad de Ana al salir del hospital con su bebé”. ¿Emocionantes? ¿Felicidad? ¿Salir del hospital? ¿Su bebé? Es casi imposible no preguntarnos qué cartel llevará la silla de ruedas que transporte a la madre gestante. Quizás algo del tipo “Ni madre ni bebé: solo un contrato”. Claro que a lo mejor sale andando y no tiene siquiera derecho a una silla de ruedas. Porque, después de todo, ella no ha tenido una hija. La madre gestante ni siquiera existe en esta información. Ha sido sustituida por el eufemismo “gestación subrogada”, como si el bebé se hubiera producido en un útero artificial. Entonces ¿cómo nombrarla? Confieso que me resisto también a la expresión “vientre de alquiler”. Las mujeres que pasan por este proceso, sea por dinero, por precariedad o por vocación altruista (allí donde se legisla para ello), merecen un espacio y un reconocimiento. La mejor manera para nombrarlas sería, claro está, su nombre y apellidos en tanto que madres gestantes de las criaturas que han parido. El problema es que los nombres tienen derechos y los de estas mujeres se han hecho desaparecer, igual que sus voces. Es por eso por lo que muchas mujeres hablamos en ocasiones en su nombre. Yo misma lo he hecho. Incluso he dicho que la gestación altruista no existe. Pero es difícil estar seguras sin darles voz. Pienso por ejemplo que yo misma gestaría el hijo de mi hermana si ella hubiera congelado sus óvulos y perdido su útero después de un cáncer. En este sentido, la madre gestante que falta en la imagen nos dice que mientras no haya una prohibición internacional, la regulación restrictiva puede ser una salida más ética que prohibir con una mano y abrazar con la otra.
Por supuesto también está la niña en la portada, Ana María Obregón, la bebé recién nacida y recién alejada de la madre que la dio a luz. No podemos verle la cara, solo la capota blanca y rosa con que han cubierto su cabecita. Ella nos recuerda lo poco que se habla de los derechos de estos menores (unos 2.500 en España en este momento) y nos enfrenta al desprecio con el que a menudo nos referirnos a ellos —”hijos comprados”— quienes condenamos duramente esta práctica. Ana María me ha hecho entender, nada más nacer, que la crítica debe ser firme, pero también muy delicada. Porque ella, junto con miles de niños españoles, ha visto vulnerados sus derechos solo por el hecho de llegar al mundo. Se ha decidido que ella no tiene derecho a ser hija de la madre que la parió. Puede que hasta se haya decidido en su nombre que nunca tendrá derecho a saber quién fue esa mujer. Como también se le han podido borrar sus derechos genéticos: es posible que nunca pueda conocer la procedencia del óvulo o el semen de los que procede. Pero ahora ella está aquí y merece que sus derechos no se vulneren ni una vez más. El sujeto que denigramos en la expresión “hijo comprado” es el menor, la víctima más inocente de la mercantilización de la reproducción humana.
Y por último, la mujer que empuja el carro, vestida casualmente de morado, el color de la lucha feminista. Esa otra cómplice invisible pero necesaria, la mujer que recibe un sueldo por su trabajo y no ha firmado el contrato que ha llevado hasta Miami a Ana Obregón ni conoce los detalles del mismo pero termina empujando la silla. Ella y todas las manos que han tocado el dinero que ha generado esta tragedia, la de convertir la reproducción humana en una forma de ganadería intensiva. Edipo se ha arrancado los ojos, lo peor ya ha sucedido. La tragedia ha terminado. Ahora solo nos queda decidir qué vamos a hacer con lo que sabemos, con lo que todos hemos visto. También con eso que no quisimos ver.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.