El ‘show’ de Ana Truman
Obregón no ha parado de comercializar su propia vida, tanto las alegrías como las miserias, hasta convertirla en un espectáculo
“No deberíamos estar haciendo esto, David”. Él es David Beckham y quien pronunció la frase fue Ana Obregón. O así lo rememoró ella misma en Así soy yo, en un capítulo dedicado al flirt que mantuvo con el futbolista durante un tórrido agosto en Madrid. Desde el arranque del primer capítulo de sus memorias, Obregón repite que a lo largo de su vida muchos han desnudado su privacidad, “llenando portadas y horas de televisión”, pero había decidido poner su versión por escrito. “Lo sé —contesto él mientras acariciab...
“No deberíamos estar haciendo esto, David”. Él es David Beckham y quien pronunció la frase fue Ana Obregón. O así lo rememoró ella misma en Así soy yo, en un capítulo dedicado al flirt que mantuvo con el futbolista durante un tórrido agosto en Madrid. Desde el arranque del primer capítulo de sus memorias, Obregón repite que a lo largo de su vida muchos han desnudado su privacidad, “llenando portadas y horas de televisión”, pero había decidido poner su versión por escrito. “Lo sé —contesto él mientras acariciaba mi pelo”. Beckham lo sabe, pero insiste, y ella, que quiere pero sabe que lo mejor es que no, se va de la habitación del hotel. No debían hacerlo y no lo hicieron, porque ella no quiso, pero ella y solo ella sí podía hacer otra cosa con esa historia: contarla para facturarla.
Hace pocos meses Martín Bianchi publicó un muy buen artículo sobre el negocio de las exclusivas en la prensa rosa. Aquí el negocio empezó el verano de 1977. Hasta entonces la relación que se establecía entre los famosos y las revistas de papel couché era el intercambio de favores. No se pagaba por un reportaje, sino que se apoyaba la carrera del artista. Pero cuando ¡Hola! pagó por las fotografías de Massiel dando el biberón a su hijo recién nacido en Londres, esa relación mutó. La vida personal podía convertirse en el principal capital profesional. El espectáculo ya no sería la única fuente de ingresos para el famoso, sino que su privacidad empezaba a convertirse en mercancía monetizable. De alguna manera, al entrar en esa espiral donde las esferas íntimas, públicas y privadas se confundían por dinero, uno aceptaba ser protagonista de algo muy parecido a la fábula inquietante que es El show de Truman.
Obregón ha sido paradigma de ello, dispuesta a sacar tajada incluso de la tragedia. Pero a diferencia del personaje interpretado por Jim Carrey, que de entrada no sabe que su vida es una ficción comercializada, Obregón no ha parado de comercializar su propia vida, tanto las alegrías como las miserias, hasta convertirla en un show, que tuvo incluso su spin-off con una serie televisiva titulada Ana y los siete, emitida por La 1 y de la que preferiría no acordarme.
Precisamente porque ha comercializado su privacidad desde hace décadas, Obregón es el peor argumento posible para quienes sostienen que la gestación subrogada no plantea como poco un dilema de ética cívica. La discusión ha terminado hoy no con la fotografía en silla de ruedas a la salida de la clínica de Miami, que ya provocaba desazón, ni al leer sus declaraciones como si estuviese viviendo la experiencia de una madre tras el parto, algo que revela cómo la sociedad del espectáculo puede devorar la identidad para que el show no termine. El dilema acaba con otras dos fotografías. Las acabamos de ver.
La primera imagen es la suya posando elegantísima con la niña recién nacida en brazos, al cabo de tan solo una semana del parto que la ha convertido nuevamente en madre. De repente, la hija biológica de su hijo muerto y que ella adoptará pierde su intimidad para incorporarse al show de Obregón. Así, la tristeza causada por el fallecimiento de su hijo acaba transformada, de manera impúdica, en un nuevo episodio de la serie infinita de su vida que, como en tantas ocasiones, va a ser mercantilizada en la sociedad del espectáculo. De alguna manera es como si Obregón necesitase ser el Truman engañado para sobrevivir como personaje. Ha de instalarse en una hiperrealidad. Emocional y estética. La que contemplas con esa imagen de la madre vestida con ese despampanante vestido floreado, el bebé, el jarrón de rosas y el océano como marco, casi como un fondo de pantalla.
Pero para que Truman crea que su vida de ficción es una vida real es necesario que todo su entorno actúe para que él viva engañado. Hasta que la realidad empieza a agrietar el relato y casi todo empieza a ser sospechoso. Del cielo de repente cae un foco e imaginas que tu vida es un escenario. Y el foco apunta en la dirección de la mujer que no ha tenido más remedio que alquilar su vientre para poder subsistir. Y uno no puede dejar de pensar, como el libro que pronto publicará Obregón, empezado por su hijo y acabado por ella, que todo forma parte de la misma exclusiva y que la niña recién nacida puede ser como Truman sin haberlo escogido.