Calderilla
Las tarjetas de crédito son por naturaleza dogmáticas, poco flexibles, creen que el mundo solo puede ser como es y de momento nadie les quita la razón
Con mi tarjeta de crédito dorada compro cuanto me da la gana sin ensuciar nada, sin mancharme. Adquiero con ella lo mismo una naranja que un condón, un átomo que un bit. Me abre las puertas de todos los hoteles del universo mundo y las de los aseos públicos, aunque de gestión privada, de la estación de Atocha y otras para hacer pis antes de subirme al tren. Pero no es del todo limpia, no es del todo ecológica. Si la tirase al mar generaría microplásticos, aunque microplásticos de prestigio, para decirlo todo. Un filete de salmón con restos de Visa o American Express posee más nutrientes que una sardina con restos de bolsa de Mercadona o DIA. Hay clases también entre las materias no biodegradables, creo yo. Pero no se preocupen, no la arrojaré al mar, pues consigo con ella verduras cultivadas sin pesticidas ni anabolizantes, sean lo que sean los anabolizantes.
Mi tarjeta de crédito es capitalista. Si por mí fuera, utilizaría una tarjeta socialista. De hecho, la pedí en el banco, donde me informaron de que una tarjeta de crédito socialista venía a ser un oxímoron, como cuando decimos “tranquilidad frenética” o “delicia repugnante”. Tampoco hay tarjetas de crédito comunistas, claro, ni anarquistas, sería también muy paradójico. Las tarjetas de crédito son por naturaleza dogmáticas, poco flexibles, creen que el mundo solo puede ser como es y de momento nadie les quita la razón.
Antes de su utilización masiva, solíamos llevar en el bolsillo unas monedas para los pobres o indigentes, no sé qué suena mejor, tengo un problema de nomenclatura, signifique lo que signifique nomenclatura, pero ahora no disponemos de dinero suelto y los pobres tampoco han sabido actualizarse, no piden con datáfono, de modo que no puedes hacerles transferencias pequeñas y ecológicas. Siguen anclados en la calderilla contaminante.
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