Me quedo con Glenda
La generación de Jackson fue pionera en sacudirse las servidumbres de la fama, casi siempre el silencio y la sumisión al dinero, para añadirle el condimento de la participación pública y un posicionamiento personal
Ya que hablamos de ganado recordemos el refrán: Unos llevan la fama y otros cardan la lana. Algo así sucede con los actores metidos en política. Esta semana murió Glenda Jackson, una mujer de talento descomunal que aún encontró ganas para ser diputada laborista durante años. Su generación fue pionera en sacudirse las servidumbres de la fama, casi siempre el silencio y la sumisión al dinero, para añadirle el condimento de la participación pública y un posicionamiento personal. Puede ser molesto, en ciertos momentos incluso obsceno o inadecuado, pero que la gente participe en los debates públicos es pura esencia democrática. Los actores, a partir de ese momento, salpimentaron como notas al pie las luchas ideológicas. De Jane Fonda a Vanessa Redgrave, el activismo los llamó. Susan Sarandon suma tantas detenciones como premios, gloria a ella. Sin embargo, los dos actores con más poder político en Estados Unidos han pertenecido a las filas conservadoras. Ronald Reagan llegó a presidente y Arnold Schwarzenegger aún aspira a repetir el salto desde gobernador de California a la Casa Blanca. En España los actores fueron voces destacadas durante la Transición. Un fuego que revivió durante la invasión de Irak, ese desastre geopolítico que, entre otras consecuencias gravísimas, produjo el descrédito de los países democráticos, la emigración forzosa de millones de personas y la inestabilidad mundial.
Esa chapuza empujó a Glenda Jackson, látigo anti-Thatcher, a oponerse con furia a su propio líder laborista, el inconsistente Tony Blair. Pese a llevar la razón histórica, en el caso español la participación de los actores en la trifulca política los convirtió en perdedores. Durante años, la maquinaria de extorsión se afinó para lograr callarles la boca. Al día de hoy, apenas nadie se atreve a opinar en público. Te cierran el negocio después de una cascada de amenazas, plantillazos y la fina literatura de los articulistas ultratolerantes solo para las opiniones idénticas a la suya. Callar no fue una recomendación, sino un mandato. Aunque aquí ha sucedido como en Estados Unidos, que se daba por supuesta la filiación progresista de los cómicos, pero los únicos que ocupaban cargos eran las excepciones conservadoras. El mejor ejemplo fue aquella surreal Oficina del Español que pagaron los madrileños a Toni Cantó durante el tiempo que fue útil a la monserga. Dicen que ha llegado el tiempo de los toreros. Madrid fue pionera en darles cargo, aunque también con recorrido más oportunista que nutritivo. En Valencia ocupará la vicepresidencia del gobierno autónomo un antiguo matador. Al corto plazo, el mundo taurino sale ganando, pero quizá al largo sea un error identificar su arte, nunca defendido como se merece, con los postulados ultrareaccionarios. Pasa un poco como con los ecologistas que rocían con puré los cuadros de un museo, logran el descrédito de su causa, aunque solo sea por oposición al fanatismo.
La oleada ultra que recorre Europa es diferente a la de Estados Unidos. Allí, reducir la presencia del Estado es la clave del movimiento libertario de derechas. Aquí se lanzan soflamas sobre el libre albedrío pero luego se exige el paso de peatón pintado en cada esquina del barrio de Salamanca, el metro a su hora, el trasplante con puntualidad, el cole concertado y la asistenta sufragada con dinero público. Llevan años llamando subvencionados a los actores sin que haya compañía de danza de nivel internacional ni orquesta local con cartel en el extranjero. Por supuesto a las ayudas a la ganadería, la automoción, la agricultura o las concesiones de autopistas, energía e infraestructuras nunca las llaman subvenciones. Eso supuestamente es economía de libre mercado. A la mentira que se engulle sin atragantarse la llamamos una gran verdad. Puestos a admitir opiniones incluso sin fundamento y a posar tras cualquier pancarta, lo sano es que haya de todos los colores. Y si me dan a elegir, me quedo con Glenda.
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