Las víctimas son sagradas hasta que las bajan del altar
Consuelo Ordóñez ha afeado a varios jefes del Partido Popular que entonen el lema repugnante “que te vote Txapote”. Tan solo ha conseguido que estos digan con la boca pequeña que lamentan que le duela
Puede dar la impresión de que las víctimas son hoy una forma de aristocracia. Nuestra época las venera con tal devoción que muchos han hecho del victimismo una identidad. Ser víctima hoy sale casi tan barato como ser héroe, y tal vez esta banalización sea el precio por colocar a los deudos, los dolientes, los heridos y los desamparados en el lugar de honor que merecen. A mí no me parece mal que unos cuantos caraduras abusen del prestigio de las víctimas auténticas si a cambio estas se sienten arropadas. Sucede, sin embargo, que no es así.
Para algunos defensores del victimismo, las víctimas no son sagradas en sí, sino por sus méritos. Una buena víctima tiene que comportarse como las señoritas de provincias de las novelas antiguas: ha de ser recatada, asistir a los oficios y salir en procesión cuando los fieles lo requieran. Si se rebela contra la liturgia, se ríe demasiado, tiene ideas propias o se ofende porque su nombre sea vindicado por bocas zafias, la víctima pierde su sacralidad.
Le ha pasado a Consuelo Ordóñez, hermana de Gregorio, que ha afeado a varios jefes del Partido Popular que entonen el lema repugnante “que te vote Txapote”. Tan solo ha conseguido que estos digan con la boca pequeña que lamentan que le duela, pero no lo suficiente para dejar de berrear el pareado. Borja Sémper, en cuya boca es inimaginable una frase parecida, ha constatado que le “incomoda”, como si fuese algo inevitable, cosas que pasan: ¿quién no tiene en su familia a un primo bocazas? Esa es la postura oficial del partido, muy leninista: serán cabestros, pero son nuestros cabestros y no andamos sobrados de votos.
Uno de los libros que más me ha impresionado este año es Salir de la noche, del periodista italiano Mario Calabresi, hijo del comisario Luigi Calabresi, asesinado a tiros por las Brigadas Rojas en Milán en 1972. Está por escribir una obra parecida en España. Sin rencores, con una elegancia templada que hace la lectura mucho más emocionante, Calabresi habla allí del silencio de las víctimas, de lo incómodas que son sus voces las pocas veces que suenan de verdad, lejos de la retórica oficialista y del pésame de protocolo. Ninguna víctima pierde su dignidad por faltar a las buenas costumbres o no ajustarse a lo que se espera de ella, pero el político que no es capaz de afearle a los suyos esos rebuznos está mucho más cerca de la turba beoda que del ágora democrática.
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