Hydra, 1960
Después de una historia de amor que duró ocho años, al despertar del sueño, Leonard supo que Marianne lo había abandonado
Él se ha quedado dormido en la hamaca con las gafas caídas en la punta de la nariz, el lápiz a un lado y un cuaderno de notas abierto sobre su pecho desnudo; dentro del sueño oye los gritos de los niños de unos pescadores que se bañan en la cala. Algunos retales de sol se filtran entre la sombra de una parra donde en torno a los racimos de la uva dorada zumban las abejas. Ella se balancea en una vieja mecedora. Lleva una camisa de algodón, un sombrero de paja, unas sandalias grecolatinas, el pantalón corto impregnado de salitre, la piel quemada. La casa es muy humilde, tiene las paredes encaladas, las maderas pintadas de verde y en este momento la brisa que viene del mar infla las cortinas blancas. Todos los barrancos de la isla están llenos de espliego y alacranes y abren un ojo azul deslumbrado al Egeo. Nada era tan hermoso como estar juntos y habitar una aseada austeridad junto al mar, olvidados de todos, habiéndolo olvidado todo y oír de noche el sonido de las olas que les llevaba muy lejos con las velas ligeras de la imaginación desplegadas hacia las suaves calinas de una patria común donde habitan marineros semejantes a Telémaco y ninfas aromatizadas de brea y marihuana. Antes de abandonar la casa, ella ha dejado una nota escrita en la mesa de la cocina junto a una ensalada de apio y aguacate, que tanto le gustaba. El joven que duerme en la hamaca se llama Leonard Cohen; la mujer que se balanceaba en la mecedora era su novia Marianne. Estaban en Hydra, una isla griega, en 1960, Fue aquel día cuando después de una historia de amor que duró ocho años, al despertar del sueño, Leonard supo que Marianne lo había abandonado. Entonces él tomó el cuaderno de notas que tenía sobre su pecho y escribió: “Tu cuerpo, Marianne, estará siempre en esta casa, en cualquier otro mar” Leonard entendió que había llegado el tiempo de llorar.
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