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Columna
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‘Egotrip’ de Transición

En las palabras de Guerra y González resuena un poso de nostalgia mezclada de añoranza, de cuando todo iba de otra manera y España navegaba olímpicamente por una ola de prosperidad

Felipe González y Alfonso Guerra, durante la presentación del último libro de este en el Ateneo de Madrid.
Felipe González y Alfonso Guerra, durante la presentación del último libro de este en el Ateneo de Madrid.Samuel Sánchez
Jordi Gracia

El temple argumental de Alfonso Guerra no es nuevo, sino propiamente histórico, e incluso más, legendariamente histórico: de sus virtudes hay ejemplos en los medios de comunicación que se remontan lo menos a medio siglo atrás. Su protagonismo discreto y reacio a escándalo alguno le ha vetado plantear las cosas en cruda clave de caricatura porque su mirada política ha estado atravesada desde antiguo —lo menos desde que anunció cómo iba a ser el futuro en una pizarra de Suresnes— por la perseverancia, la humildad, el rigor intelectual, la exactitud de sus fuentes y un desprendimiento ejemplar, como si la generosidad y la prudencia, la cautela y la visión de Estado se aliaran con las virtudes del hombre dialogante con las fuerzas de la oposición y también en el interior del partido cuando debía transaccionar con voces altisonantes y hasta con voces díscolas que reclamaban incomprensiblemente aire, oxígeno, libertad y corrientes (de opinión). ¿A quién puede incomodar que un hombre de letras y estudio como Guerra haya sentido la urgencia de intervenir en el debate público sin armar la de sandiós? ¿Nadie más que él, en su humilde refugio de viejo sabio de la tribu ilustrada, ve la brecha abierta en el mascarón de proa de un país al borde de la demolición? ¿Solo Guerra, y todavía Guerra, como en los últimos 50 años, está dotado con el sensor infalible de la quiebra de la patria? ¿Nadie piensa escuchar ese clamor sin reaccionar? ¿Qué hace Sánchez en La Moncloa, además de viajar a Nueva York y otear Waterloo desde los ventanales acristalados?

España tiene la fortuna de no estar sola. Ahí sigue también Felipe González, siempre al pie del cañón en las ocasiones cruciales. Sus aprensiones públicas sobre la continuidad existencial de España tampoco deberían caer en saco roto ni obviarlas como mero estallido incontinente venciendo el antiguo silencio heroico y abnegado que ha mantenido como expresidente. Es verdad que invenciblemente en las palabras de uno y de otro resuena un poso de nostalgia mezclada de añoranza, de cuando todo iba de otra manera y España navegaba olímpicamente por una ola de prosperidad que nadie ha vuelto a ver. Lo sabemos y hasta lo sufrimos: la Transición es nuestra marmita fundacional, pero, ¿dónde están hoy sus valores de concordia y armonía? ¿Quién no recuerda las florituras dialécticas, la elegancia argumental, la virtuosa sinfonía de colores que reinó mientras reinaron? El actual torrente atropellado de gobernantes incompetentes, casi siempre insolentemente jóvenes, es un desalmado e inmerecido oprobio para quienes sufren en silencio su egotrip de Transición.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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