La “nueva normalidad” es la vieja alienación
La sequía extrema en la Amazonia denuncia nuestro crimen climático y muestra que los inocentes mueren primero
Escribo mirando los cuerpos enfilados de los delfines, una secuencia de muertos, cadáveres que hemos producido nosotros. La Amazonia se seca, las aguas se secan, las comunidades ribereñas tienen que exiliarse porque en los ríos ya no queda agua para navegar y la estación lluviosa en la mayor selva tropical del mundo, si es que la tenemos, no empezará hasta enero. Nadie recuerda nada parecido, ni siquiera los ancianos. Pero hay algo en este colapso que revela el tamaño de nuestra humana monstruosidad: los que mueren primero.
Hace décadas que los indígenas y los científicos del clima advierten de los impactos del calentamiento global. La mayoría no escucha. En 2023, los fenómenos extremos han afectado —y siguen afectando— a vastas zonas de la casa-planeta. Ya no se puede negar, pero la mayoría sigue negándolo. Y una vez más, como en la pandemia de covid-19, dan al horror el nombre de “nueva normalidad”. Ahora la nueva normalidad serían inundaciones o sequías extremas, ciclones y olas de calor.
Pero la nueva normalidad es la misma vieja alienación. Solo una especie muy deformada por el capitalismo sería capaz de convivir con las escenas de agonía extrema de la Amazonia, los manatíes tendidos en la playa boca arriba, y seguir durmiendo por la noche “porque ahora es así”. Al convertir la naturaleza en mercancía, condenamos a la mayoría de los no humanos. Y ahora están muriendo a cientos, algunas especies a miles. Y solo con mucha desconexión se puede encontrar normalidad mientras las hileras de muertos se multiplican en el lecho de lo que un día fue un río.
La ecuación en la selva es la suma de cuatro años de fascismo de Jair Bolsonaro produciendo deforestación acelerada más El Niño, más el colapso climático, en la que uno alimenta al otro. En Tefé, en el estado de Amazonas, el agua alcanza los 39 grados centígrados —37 grados se considera un baño caliente para los humanos—. Los remos de los pescadores tienen que esforzarse para superar los cuerpos de los peces, en algunos lugares ya navegan por ríos de cadáveres. Las comunidades se organizan para sacar de las playas los cuerpos de los delfines y otros animales no humanos que han muerto en agonía. Y nada indica que mañana vaya a haber menos.
Pero no es una tragedia ni una fatalidad. El asesinato en masa tiene ADN, y es humano. Nosotros hemos producido el calentamiento global y lo que hemos producido ahora mata primero a otros, a los no humanos. Mientras todo esto ocurre, las grandes empresas transnacionales siguen avanzando, comiéndose la naturaleza y escupiendo pesticidas y mercurio; mientras todo esto ocurre, uno de los principales debates en Brasil, país que (des)alberga el 60% de la selva, es la apertura de un nuevo frente de exploración de petróleo en la Amazonia; mientras todo esto ocurre, los depredadores dominan el parlamento brasileño e intentan permitir la minería en las áreas que aún están protegidas.
La nueva normalidad de las petroleras, de los latifundios y de las empresas de soja y ganado, de las mineras, es nuestra muerte. Si no las detenemos, el delfín de hoy tendrá mañana nuestra cara. Pero a diferencia de él, nosotros hemos cavado esa tumba, al estirar la normalidad hasta que cupiera en el holocausto de los únicos inocentes.
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