La utopía sionista en un callejón sin salida
El gran proyecto que arrastró a millones de judíos a construir un nuevo Estado se vio envuelto desde muy pronto en una espiral de guerras y violencia
El 8 de enero de 1914, Franz Kafka escribió en su diario: “¿Qué tengo yo en común con los judíos? Apenas tengo algo en común conmigo y debería quedarme completamente quieto en un rincón, contento de poder respirar”. Kafka no le hacía mucho caso a su condición de judío y se ponía nervioso con los sermones que le dirigía su amigo Max Brod sobre la “comunidad” y la “nación judía”, cuenta Reiner Stach en la monumental biografía que le dedicó —en España la publicó Acantilado—. Resultaba, sin embargo, muy difícil que no fuera arrastrado por la corriente de su tiempo para participar en alguna de las muchas citas que durante aquellos años reunieron a los judíos que encontraron en las propuestas de Theodor Herzl una salida a sus inquietudes. Durante un viaje a Viena, en 1913, descubrió la gran cantidad de personas —unas 10.000— que se habían trasladado hasta allí desde distintas partes del mundo para participar en el XI Congreso Internacional Sionista. Herzl había muerto en 1904, pero su proyecto y su movimiento seguían vivos. Y de qué manera: eran cada vez más los que querían trasladarse a Palestina (y lo hacían), fundar un Estado que los protegiera, empezar una nueva vida lejos de la persecución y la violencia que descargaban contra ellos los que levantaban la bandera del antisemitismo.
Los pogromos en la Rusia zarista durante el siglo XIX, las persecuciones en otros países de Europa, en Alemania se pidieron en 1880 medidas de discriminación legal contra los judíos, en París una multitud furiosa gritó en 1895 durante la ceremonia de degradación del capitán Alfred Dreyfus que había que darles muerte: frente a todo eso, Herzl propuso la salida de un Estado propio que los acogiera y defendiera. Y, tras el panfleto que puso en marcha su movimiento en 1896, imaginó en una novela de 1902, Altneuland (Viejo y nuevo país), aquella utopía que habría de construirse en Palestina. Se trataba de construir un país moderno, abierto, tolerante y cosmopolita, donde se trabajara en comunidad, se compartieran los logros y avances, y se resolvieran los problemas sociales de manera racional.
Kafka estuvo en aquel congreso de 1913, pero anduvo más pendiente del tipo de gente que pasaba por allí —”El antiguo director del colegio de Haifa. Erguido sobre un peldaño, barba desdibujada, bamboleantes faldones de levita”— que de lo que se trataba, que le resultaba extraño y le aburría. Un periodista se había referido a aquellos sionistas como “unas masas ansiosas, atormentadas y enfervorecidas por el entusiasmo de una gran voluntad”. Fue una de las enormes y caudalosas corrientes, junto a la de quienes perseguían la revolución y el fin de las clases sociales en la utopía comunista, que se derramaron del siglo XIX en el siglo XX.
Con la caída de la Unión Soviética, se derrumbó la utopía de una sociedad sin clases (si es que no lo había hecho ya mucho antes). El Estado que perseguía Herzl se concretó en 1948 con la fundación de Israel, pero la utopía sionista se vio de inmediato envuelta en conflictos y guerras; los ataques salvajes de Hamás y la respuesta brutal de Israel son otro episodio más de esa trágica historia. Kafka desconfiaba de verse dentro de eso que se llamaba “los judíos”, se contentaba con poder respirar. A muchos hoy les puede estar pasando lo mismo.
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