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tribuna
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Los nuevos reaccionarios

Los valores están hoy más presentes que nunca, pero en disputa. Todo se convierte en objeto de lucha política e identitaria: cómo vestimos, qué comemos, cómo viajamos, cómo nos emparejamos

Toma de protesta de Javier Milei en Argentina
Simpatizantes del presidente electo de Argentina, Javier Milei, se reúnen en la Casa Rosada para recibirlo, el pasado domingo en Buenos Aires.Enrique García Medina (EFE)

“Quien no quiera hablar de capitalismo debe callar también sobre el fascismo”, escribió Horkheimer. Actualizando ese lema, podríamos afirmar que quien no quiera hablar de neoliberalismo, debe callar también sobre los nuevos reaccionarios. Si liberalismo y democracia enlazaron sus destinos en algún momento, no es hoy. Un capitalismo más global que nunca acoge en su seno involuciones políticas y retrocesos de derechos que encogerían el corazón a Locke y Montesquieu.

El rostro de estos nuevos reaccionarios es enigmático. Jueces conservadores derogan el derecho al aborto mientras autodenominados liberales defienden la venta de órganos. Se acusa a la izquierda de antisistema, pero derechistas disfrazados de bisontes asaltan el Capitolio. En España, basta con mirar a Ferraz. Moral tradicional y asalto al orden. Comunitaristas y trolls, cristianos y anarcocapitalistas, supremacistas y conspiranoicos en una misma trinchera.

Los estudiosos contextualizan el auge de estos nuevos reaccionarios en el deterioro de las condiciones de la clase media y trabajadora en la crisis de 2008. Desde que Schumpeter, leyendo a Marx, utilizara el término “destrucción creativa” para referirse a la tendencia intrínseca del capitalismo a revolucionarse, autodestruirse y reinventarse siempre en nuevas formas, hemos tenido ocasión de comprobar también sus efectos políticos. Estos desbordan el análisis tradicional, pues el neoliberalismo ha mezclado en su coctelera de “destrucción creativa” dos ingredientes aparentemente incompatibles y que se enmascaran mutuamente: lo (neo)conservador y lo nihilista, lo (pseudo)tradicional y lo posmoderno.

Neoliberalismo, nos recuerda el estupendo volumen Neoliberalismo mutante, significa mucho más que “libre mercado”. Se trata de un proyecto de gobernanza económica, intelectual y política que produce tanto mercancías como afectos, sensibilidades y normatividades. ¿Cómo se enraízan en él las nuevas fuerzas reaccionarias? Ellas, se argumenta en esta obra, no son las sepultureras del neoliberalismo, sino su progenie mutante: nuevas formas de vida adaptadas a nuevas circunstancias, igual que el fascismo se adaptó al capitalismo industrial.

Ya en tiempos de Thatcher, las recetas neoliberales de desregulación, privatización y libre mercado se aliaron con una exaltación de valores morales tradicionales, como analizó Melinda Cooper en Family Values. Hasta aquí, tenemos una explicación de cómo la moral neoconservadora es funcional al neoliberalismo: relega el trabajo de cuidados al ámbito privado, apuntala la división sexual del trabajo, impone agendas judiciales conservadoras y afianza una identidad masculina en torno a la ética extrema de los mercados financieros.

Pero esta moral tradicional se encabalga hoy (quizás siempre lo hizo) con su aparente opuesto: un nihilismo desatado. Si queremos comprender a Trump y a Milei, nos sugiere Wendy Brown, debemos leer a Nietzsche y a Weber. Ambos diagnosticaron, con matices diferentes, una “desvalorización de los valores”: Dios ha muerto y los valores supremos pierden su valor. Esto, añade Brown, no significa que los valores hayan desaparecido; lo que ha desaparecido es su carácter incuestionable. Hoy, los valores están más presentes que nunca, pero en disputa. Son armas arrojadizas. Todo se convierte en objeto de lucha política e identitaria: cómo vestimos, qué comemos, cómo viajamos, cómo nos emparejamos. Frente al diagnóstico de los reaccionarios, que confunden el efecto con la causa, debemos afirmar que emprender, siquiera verbalizar, una “guerra por los valores” significa que los valores estaban ya en crisis. Los nihilistas se disfrazan de conservadores, pero si hay que defender la nación, la religión o la masculinidad es porque ni la nación, ni la religión ni la masculinidad van ya de suyo. Las “guerras culturales”, la polarización, la ausencia de una normatividad compartida, el conflicto social, la hiperpolitización, no son causas, sino efectos del nihilismo.

Solo esta categoría nos permite comprender el carácter híbrido, crepuscular, de estos fenómenos que surgen en nuestro “interregno”, a decir de Gramsci. Desvalorización de valores significa también que los que fueron históricamente dominantes pierden su privilegio. Ello genera un resentimiento del que se nutre la nueva reacción. Pues lo propio del poder es creerse con derecho a ejercerlo. Cuando este se cuestiona, lo que se lesiona es la certeza de merecer el poder. Nace así un particular tipo de agravio por el que los poderosos pueden sentirse más víctimas que los dominados: el agravio del destronado. Es este agravio el que encontramos hoy en los estallidos de rabia misógina de la masculinidad herida. Pero no nos confundamos: no solo los John Wayne, sino hasta los últimos de la fila, los perdedores en la jerarquía masculina tradicional, se sienten agraviados. En su sufrimiento bulle el resentimiento narcisista y el rencor. La máscara es la furia nihilista, pero subyace una fiera creencia en el derecho al privilegio.

La pérdida y el desarraigo producen, por último, el espejismo de una mítica edad dorada en la que se poseía todo lo que ahora se siente perdido. Nace la tentación de volver atrás, de vivir como vivían nuestros padres, sin reparar en que no se puede recuperar el tiempo perdido, en el que éramos felices precisamente porque lo hemos perdido.

La izquierda habrá claudicado de antemano si renuncia a comprender este rostro jánico de la nueva reacción. Debemos recuperar el talento para descifrar máscaras.

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